Eran los primeros días de escarceo en el ambiente estudiantil y recién iniciaban las clases en la preparatoria. Me encontraba con el espíritu cuajado de esperanzas e imaginando una vida placentera, en el futuro cercano.
El grupo tomaba la clase de física, con el profesor Maclovio Obeso, y ya había dado inicio la sesión. Llegué retrasado y toqué la puerta solicitando autorización para integrarme a la clase. Me fue concedido con una señal del maestro.
El tema, que se exponía, versaba alrededor de la descomposición de los vectores en sus componentes; horizontal y vertical. El maestro había dibujado en el pizarrón un croquis sobre el plano cartesiano, en el cual se mostraba la proyección de las componentes ortogonales de un vector, con los cuales se generaba un triángulo rectángulo y después de las explicaciones pertinentes, respecto del croquis y sus componentes, el maestro pregunta:
—A ver, jóvenes; ¿Con qué teorema nos podemos apoyar para realizar los cálculos de las magnitudes de las componentes ortogonales de este vector?
Apenas iba terminando de acomodarme en la butaca, y sin solicitar la autorización del profe, contesté:
—¡Con el teorema de Pitágoras!, profe.
Esta atropellada, pero atinada respuesta, fue motivo suficiente para que yo lidiara con el apodo de “el pitágoras”, por muchos, muchísimos años, y hasta la fecha uno que otro de mis compañeros, de aquellos tiempos, me lo recuerda.
Transcurría, inexorable, el transitar del tiempo. Ya me habían asignado una vivienda, propiedad de la empresa, pero ésta se ubicaba en el campamento de San Juan de la Costa. Ahora ya los ajetreos de las mañanas habían pasado a formar parte de la historia, sin embargo las penurias continuaban. Ahora tenía que trasladarme, desde San Juan de la Costa, hasta la ciudad de la Paz, para poder asistir a la escuela. La única manera de transporte era el autobús, de personal, propiedad de la compañía, el que afortunadamente pasaba muy cerca de la preparatoria. La hora de entrar no significaba gran problema, sin embargo, tenía que abordar el transporte a las diez de la noche y yo salía hasta las once. Eso me llevaba a perder la última clase, pero finalmente me las arreglaba llegando más temprano, al siguiente día, siempre que eso fuera posible.
Esta situación ya se la había comunicado a mis padres, pues mi mamá insistía en que deseaba venir a visitarnos. Le explicaba por carta, ya que no teníamos teléfono ni ellos ni nosotros, de lo complicado que era el traslado, porque que ya no vivíamos en la ciudad.
Mi madre para estos años, ya se había vuelto adicta al trabajo. Vendía todo tipo de trapos y calzado; entre otras tantas fayuquerías, que por cierto, en estos tiempos en que sucedía lo que se relata, la ciudad de la Paz era una excelente y rentable posibilidad.
Para esto, además, mi hermano Valdo ya vivía con nosotros. Estudiaba también en la misma preparatoria. Éramos dos hijos que le hacíamos mucha falta a nuestra madre; aparte de Samuel y Sergio, quienes andaban por Culiacán.
Era un día de clases como otro cualquiera. Tomaba yo clases de matemáticas con el profesor Abraham Hipólito Meza. Siempre muy amenas. Al menos para mí lo eran.
Entre la atención a mis apuntes y a las explicaciones del profesor al frente del grupo y sobre el pizarrón, miré, como de reojo, la silueta de una persona que se acercó hasta la puerta del salón de clases. Una sensación extraordinaria se manifestó en mi interior y se apoderó de mí, por completo, hasta hacerme templar. ¡Por el amor de Dios!, era mi madre, quien llegaba hasta ahí! Dominando apenas la emoción que me embargaba, por ver tan de súbito, a mi madre, salí de un salto, abandonando el aula. ¡No alcanzaba a dar crédito de lo que me estaba sucediendo! Mi mamá estaba conmigo. Lloré y lloró ella también. La presenté ante el profe y mis compañeros. Solicité permiso para ausentarme y acompañarla. De inmediato, buscamos a Valdo, quien hizo lo mismo que yo, pararse de un brinco. Nos latía con tanta fuerza el corazón, que apenas alcanzábamos resuello. Poco a poco fuimos acomodándonos de la impresión del intempestivo encuentro. Platicamos de todo, nos volvimos a besar y continuamos llorando. Le expliqué de lo complicado que era trasladarnos hasta donde vivíamos. Que estaba muy lejos. “Como de Villa Juárez a ciudad Obregón” le dije; para que se hiciera una idea práctica y que además tuviera, bien a bien, la idea de esa complicación. Pero lo peor no era la distancia sino que no había posibilidad de trasladarse más que el transporte de personal de la empresa, y en éste, estaba estrictamente prohibido que viajaran personas que no pertenecieran a la planta de trabajadores de la empresa.
—Pues si quieres me voy mijo. Al fin que ya los miré, que es lo que tanto deseaba. Sé que están bien, ¿qué más puede pedir una madre—Nos dijo.
—¡No, mamá, no! ¿Cómo cree?… Ya está aquí, ahora, a ver cómo diablos le hacemos, pero nos vamos a la casa.
Nos trasladamos hasta la Plaza “Jardín Velasco” que se encuentra en el centro de la ciudad, frente a la catedral. Era uno de los puntos donde se juntaban una gran cantidad de compañeros, de trabajo, para abordar el camión del personal y trasladarse a San Juan de la Costa. Rebuscamos y rebuscamos hasta encontrar, entre los muchachos, un overol y un casco de minero, y los pedimos prestados. Vestimos así, a mi mamá, con aquel ajuar de obrero de las entrañas de la tierra. La subimos al autobús por la puerta trasera, para que no pudiera identificarla el chofer.
Con el espíritu encendido de placer y colmados de dicha por tan inesperada y exquisita visita, gozamos a más no poder, en ésa su primera, sudcaliforniana, estancia; mi madre, mi hermano, mi hijo, mi esposa, y por supuesto, yo.
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