Transcurría el penúltimo semestre y concluiría, dentro de muy poco tiempo, con mis estudios profesionales; fue aquí cuando me enteré de la posibilidad de titularme automáticamente. Es decir, por promedio de calificaciones. Esto es posible al obtener el noventa por ciento, como mínimo general de promedio académico. En aquellos años, si mal no recuerdo, existían en el reglamento institucional, nueve formas u oportunidades diferentes para alcanzar la titulación; la referida posibilidad a la que yo aspiraba, era conocida como “titulación por escolaridad”. A vox populli; titulación automática. De inmediato ponderé y solicité el resumen de mi historial de calificaciones en el Departamento de Servicios Escolares; donde nos atendió siempre de una forma por demás amable y por muchísimos años, la Sra. Doris. Esta sabia y bendita señora tenía, en la mente, los rostros de todos los estudiantes y poseía una capacidad maravillosa e inigualable, para recordarlos a todos.
Al realizar la suma y el cociente correspondiente, y realizando la proyección de los resultados futuros, en los dos semestres faltantes, llegué a la conclusión de que, efectivamente existía la posibilidad de lograrlo.
Los esfuerzo realizados en lo sucesivo, fueron hasta lo que mi capacidad, en extremo, daría de sí.
Uno de tantos profesores que tenía que salvar, era un ingeniero llamado; Luis Ralph Paul Hennings Noriega. Originario del estado de Sonora, paisano, egresado de la Unisón, con quien logré, gracias a las miles de peripecias de la titulación, completar una gran relación, casi de amigos.
Se comentaba que este profesor era “la malla más fina” que habría uno de cruzar, si quería llegar a ser ingeniero civil, en aquellos tiempos. No sé si a mi generación le tocó un Hennings disminuido, o sus tácticas habían ya declinado, porque no nos tocó sufrir ni padecer aquello que tanto, con visos de horripilantes experiencias, se platicaba.
El ingeniero tenía desde hacía muchos años, la cátedra de las hidráulicas, y era ahí donde los muchachos vivían y padecían “las de Caín”. Sin embargo, por situaciones meramente fortuitas o del destino, a nosotros nos asignaron en Hidráulica I
(Hidrostática), al ingeniero Camacho Morales con quien, desde el inicio del curso, el grupo no estuvo de acuerdo. Es decir, la relación se fue tornando cada vez más y más rasposa y áspera, de tal suerte que nunca superó lo aguantable, y el maestro
Camacho, terminaría renunciando a concluir el semestre. Esto se presentó en el cuarto semestre de la carrera, es decir, casi a la mitad del camino. La decisión tomada por el profesor de abandonar la materia; para quienes trabajábamos y estudiábamos, además, también para los chavos que se dedicaban de muy buena manera a sus compromisos de estudiantes, se presentaba por demás, incómodo y perjudicial. Sobre todo porque esa materia era parte de la cadena más larga en la interrelación entre ellas. Era parte fundamental de la columna vertebral del programa de la ingeniería civil. Esta inconveniente y desafortunada decisión provocaría, irremediablemente, el retraso de un semestre, como mínimo, en la duración de nuestro período estudiantil, amén de desequilibrar las cargas académicas semestrales siguientes.
Logramos convencer, no sin antes haber realizado un un titánico esfuerzo, en un ir y venir de varios intentos, a la Jefatura de Departamento, para que nos impartieran la materia en cuestión, en un “curso de verano”, para poder evitar, así, dicho retraso. Finalmente se nos atendió favorablemente nuestra petición.
Al siguiente semestre, nos programaron Hidráulica II (Hidrodinámica), ahora sí, con el ingeniero Hennings Recuerdo que antes de mediar saludo, nos dijo, casi como en una amenaza;
—De modo que… ¿Ustedes son quienes llevaron Hidráulica I, en un curso de verano? ¡Pues bien, veremos, cómo nos va, ahora!
—Sus expresiones oscilaban entre los límites de la sorna y burla. Al menos así lo alcanzamos a percibir en ese momento.
Por fortuna, en lo general, ya no se volvería a tocar el asunto. Acreditamos la materia de Hidráulica II, no sin antes vivir varias peripecias en esta segunda hidráulica. Ya en el octavo semestre, nos volvimos a encontrar con el multicitado profesor y paisano; el ingeniero Hennings.
Tuve la suerte de trabajar en una empresa constructora que fue de las primeras en tener equipo de cómputo. Eso me colocó, desde el principio de la carrera, en un lugar de privilegio, respecto de la relación maestro-alumno. Y sería de una manera muy especial, con el ingeniero Hennings, quien mostraba un muy buen ánimo, con el arribo a nuestras vidas, de las nuevas tecnologías para el manejo de grandes volúmenes de datos.
Nunca nos hubiéramos podido imaginar hasta dónde, esta disciplina podía haber llegado, mucho menos el radio de acción, tan amplio, donde ha llegado a influir.
Compartíamos, pues, el ingeniero y yo; programas, novedades, artículos y revistas de computación, y en este último semestre que nos volvíamos a encontrar, con mayor y justificada razón, ya que la materia que nos estaba impartiendo era, precisamente, “Computación Aplicada”. Básicamente esta materia consistía en aprender a aplicar los conocimientos adquiridos con anterioridad, y darles una utilización, real y práctica.
Por la ventaja que yo poseía respecto de la mayoría de mis compañeros, las cosas se presentaban con relativa facilidad y nos colocaba en una situación de verdadero privilegio, en la interpretación del problema a resolver, planteando él, o los algoritmos pertinentes; la elaboración del diagrama de flujo correspondiente; la codificación en el lenguaje acordado; habíamos visto los lenguajes Fortran IV y Basic, iniciaban otros, pero ya no fue nuestro tiempo; posteriormente, realizar la captura del programa y al final; realizábamos la “corrida” e impresión de los resultados obtenidos, para su posterior evaluación.
Éramos como cuatro o cinco muchachos que no teníamos mayores complicaciones para salir adelante con esta materia. Sin embargo, habíamos varios equipos de gentes con las que nos identificábamos, eso provocaba que los muchachos, no tan avanzados, copiaran nuestros trabajos, sin variar en nada o casi en nada la presentación de los mismos. El profesor, por supuesto que se dio muy pronto cuenta de ello. Así es que, un buen día llegó al aula y citó, paseándose por enfrente del grupo, balanceando su, quijotesca silueta, con parsimonia, y sosteniendo las manos cruzadas por detrás de su cintura:
—¡A ver, a ver, jovenes; Almita, Jorge, Rochín, fulano y sutano, mengano y perengano, yo incluido, por favor salgan del aula.
Están aprobados. ¡Pero, no los quiero volver a ver en mi clase! Explicó los motivos del porqué de la decisión que estaba tomando. Los argumentos eran sólidos y contundentes, además de, perfectamente entendibles.
—¡Carajo! —Me dije, y luego pensé— “¿Y ahora que irá a pasar, con mi calificación?”.
En una mejor oportunidad, abordé al maestro. Platiqué con él de mis proyectos de titulación. Le planteaba la interrogante respecto de; “¿Cuál sería mi calificación, en su materia?”
—No te preocupes, Padilla —Me decía y luego rezaba— “El diez es para Dios, el nueve para mi mejor maestro, el ocho es para mí, el siete para mi mejor alumno. De ahí en adelante, pueden acomodarse donde gusten” —Al final, bromeando, sonreía.
No entendíamos bien a bien su filosofía; jugábamos el rol de estudiantes y no podíamos jugar otro ¡Eso éramos! Luego, un buen día me explicó; ya no nos ligaba la relación maestro-alumno; que al pronunciar aquella frase tan temida por todos, ya que siete era la mínima calificación acreditable en el sistema de tecnológicos; que lo único que buscaba, era; “que todos fueran su mejor alumno”, o al menos, que intentaran serlo.
Yo le explicaba, que en esa materia tenía contemplado un cien de calificación, en función de, y con las miras a mi titulación automática. Nunca accedió a decirme cual sería. Le solicitaba que me dejara un trabajo exclusivamente para mí y que me evaluara con él. ¡Pero, solo se sonreía! En el último intento que realicé, tras llegar casi al asedio y acoso, para que me dijera la calificación que me pondría, me dijo:
—¡Haz el librito, Padilla! —Se refería a la tesis— ¡Eres buen estudiante; te va a quedar bien padre!
Dejé de insistir. Aunque mi estado de ánimo se revestía con una gruesa capa de incertidumbre. Sin embargo, cuando nos enteramos que las calificaciones habían sido entregadas en el Departamento de Control Escolar, y después de que revisamos las calificaciones; me embargó una dulce y alegre sensación de alivio, ya que me encontré con un sorpresivo y prácticamente increíble; cien, como resultado final.
En lo sucesivo, obtuve calificaciones muy buenas. Al concluir mis estudios y enterarme que los profesores, todos, ya habían hecho entrega de los resultados numéricos, volví a visitar a la señora Doris para solicitar de nuevo mi historial; inclusive mi promedio calculado por la propia institución.
Recibió, con solemnidad, mi solicitud, y me dijo;
—¡Mira, Padilla! Esto sí tardará, como entre una o dos semanas, para estar listo.
¡A esperar! ¿Qué más podía yo hacer?
Pasado el tiempo mencionado, me acerqué de nuevo con la Señora Doris. Me miró por encima de sus pequeños espejuelos y exclamó;
—¡Padilla, ya está listo tu documento!
Lo buscó entre los muchos papeles que tenía sobre una larga mesa de trabajo. Lo separó, y antes de entregármelo, lo revisó cuidadosamente; se ajustó los anteojos que se le habían resbalado casi hasta la punta de su nariz. Volteó a verme, de nuevo, muy pausadamente.
Yo con el corazón que me rebotaba, casi hasta salírseme por la boca, latiendo aceleradamente y con las manos sudorosas, temiendo un resultado adverso a mis aspiraciones. Finalmente me dice;
—¡Ay Padilla, de panzazo! Noventa-punto-cero-cero, es el promedio que alcanzaste.
Por supuesto que lancé un grito de descomunal alegría. Me sentía deslumbrado de felicidad por aquel resultado, y hasta el alma me temblaba de júbilo al enterarme, que a la postre, todos los sacrificios y todos los esfuerzos realizados, habían valido, bien, la pena. Lo había logrado.
Así es como concluía la odisea vivida para mi titulación automática.
Casi dos años después de una tediosa y larga espera, arribaba, desde el centro del país el par de documentos; recibía mi título y la cédula profesional.
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