Héctor Daniel Lira Castillo, un amigo y compañero entrañable; del trabajo y de nuestras actividades escolares. Originario del estado de Durango, llegó a la Baja California Sur, al igual que yo y muchos otros, con muchas ganas de progresar, y un largo bagaje de sueños por hacer realidad.
La vida provocaba que nuestros caminos se cruzaran y nos encontrábamos, de manera fortuita, un día; esperábamos el autobús del personal que nos trasladaría hasta la unidad minera de San Juan de La Costa, nuestro centro de trabajo. Conversamos en ese rato y nos dijimos casi toda nuestra vida en un instante. Fueron tantas las coincidencias en planes y aspiraciones que en ésa raquítica plática, quedaron plasmados, para toda la vida, nuestras inquietudes y nuestros puntos de similitudes, que nos acompañan, vivos aún, en nuestras mentes.
Él ya había estudiado una gran parte de la preparatoria, en su pueblo natal, y tras el breve cruce de palabras, entre nosotros, muy pronto se decidía por concluir sus estudios de bachillerato, en la ciudad de La Paz.
Por la tarde, al regresar del trabajo, me estaba acompañando hasta donde yo estudiaba y después de algunos trámites muy breves, estaba revalidando los primeros dos semestres, y a continuación, como compañeros de aula, cursamos del tercero en adelante, y a la postre, estudiaríamos como un sólido equipo, junto con otros tantos compañeros que conoceríamos, la misma carrera profesional.
Jugábamos juntos, también, futbol. Héctor era un muchacho, muy alto y su peso debía de andar alrededor de los 90 o 95 kilogramos. Muy robusto para sus 22 años de edad. Recuerdo que además, en el mismo equipo de futbol, jugaba Valdo, mi hermano, quien estudiaba también el bachillerato, dos semestres detrás que nosotros. Ambos chamacos eran un fenómeno para ese deporte del balonpié. Yo no lo fui, pero aun así lo practiqué, y mucho. A Héctor lo recuerdo anotando un gol desde media cancha y a Valdo, caracoleando con gran maestría dentro del área contraria y cobrando, de manera certera, un sinnúmero de tiros directos.
El habernos capacitado, pronto nos regalaba ganancias sustanciales, tanto en lo personal como en nuestra actividad profesional. Habíamos cultivado muchas amistades con la plantilla de técnicos, en la empresa, para la que Héctor trabajaba, y por la cual, yo me encontraba ya becado.
Fueron muchas las experiencias vividas, a la par. Muchos momentos de gran felicidad como jóvenes y cuando empezamos a convertirnos en profesionistas, seguimos cultivando la amistad lograda.
En el afán de mayores y mejores perspectivas de progreso, Héctor, en un momento dado de su vida, se vio involucrado en la posibilidad de estudiar una maestría, ofertada por el Instituto Tecnológico de Durango, en su tierra natal. Recuerdo como le brillaba la mirada cuando nos enteró de esa oportunidad. Pensaba en la posibilidad de estar cerca de su familia.
Tomada la decisión y vislumbrando triunfos futuros, tornó todos sus esfuerzo por llevar a cabo todos los trámites, habidos y por haber. Gestionó su liquidación en la empresa, asumiendo con certeza plena, que todo le resultaría bien. De hecho, hubimos muchos amigos que le sugerimos mesura y mayor cautela en sus planes y proyectos; que lo tomara con calma y que solicitara un permiso, primero; que revisara todo lo relacionado con su proyecto, y si todo salía bien, entonces abordara de manera definitiva el asunto de su liquidación. Decidió, resuelto; continuar con la decisión que ya había tomado.
Se fue a Durango y desafortunadamente muy pronto estaba de regreso. Los planes se habían complicado y no fue posible, en esos tiempos, acceder al estudio de su maestría deseada. Pero lo más grave fue, que tampoco encontró las oportunidades ideales de trabajo, en su regreso a la ciudad de La Paz.
Los tiempos habían cambiado de manera vertiginosa, y se volvían en su contra; terminó por irse a vivir con los suyos, al estado de Durango, su tierra natal; donde, por supuesto, encontró acomodo.
Hoy por hoy, se desenvuelve como un profesionista, de éxito, en los ámbitos, profesional y personal, por allá, por las tierras serranas del hermoso estado de Zacatecas, lugar a donde la vida terminó llevándolo. Ejerce a Dios gracias, su profesión, en una pujante empresa minera.
De la vida y época estudiantil lo recuerdo, al igual que todos, batallando enormidades con algunas materias; sobre todo con las matemáticas. En esos tiempos se trataba del cálculo diferencial e integral, que nos impartía el ingeniero Rafael Castro Vásquez; gran profesor, exageradamente calmado y metódico hasta las cachas, para todo, inclusive en su vida personal.
Abordamos en la materia, a un área donde, a juicio de Héctor, era en vano los esfuerzos realizados por interpretar y darle un uso práctico al conocimiento que debía ser adquirido.
Levantó la mano solicitando su participación;
—Diga, joven, —le atendió el maestro— ¿Cuál es su asunto?
Entonces Héctor, asumiendo una actitud casi de catedrático, le dice;
—¡Oiga profe! Le doy vueltas y vueltas al asunto, y no encuentro el sentido, práctico, de estar batallando en estos conceptos ¡Si casi, ni se usan!
A lo que el profe, asumiendo una actitud casi paternal, como siempre lo hacía, y con la suavidad y calma consabida para sus respuestas le contesta, para disuadirlo de tales ideas;
—¡Por el casi…, joven, por el casi! Porque si estos conceptos, casi no se usaran, sencillamente no estuviéramos perdiendo nuestro tiempo.
Héctor abrió la boca y extendió los brazos; iba a decir algo, más, pero decidió, al final, no hacerlo. Se quedó quieto, mostrando una cierta conformidad en su rostro. Luego, con enorme admiración hacia el talento mostrado por el ingeniero Castro Vásquez, con tan solvente y atinada respuesta, tomó asiento muy despacio.
Por supuesto que hubo en el ambiente algunas risas apretadas y burlonas, como suele suceder en estos casos de vivencias estudiantiles. Enseguida, la clase continuó su inexorable curso.
- Beso - 16/11/2021
- Fragilidad - 06/11/2021
- Patas Verdes - 20/10/2021
Excelente escrito profe.
¡Saludos, un gran abrazo!