Los nublados que he visto en estos días, son esos mismos que recuerdo de los finales de año cuando era niño.
Es un nublado grisáceo no siempre confortable para los que suelen tener lastimada el alma.
Habría que agregar a ese recuerdo un viento fresco y marino que aquí en Hermosillo, por obvias razones, no llega.
Pero sí ese cielo plomizo y amenazante de lluvia, la cual puede llegar tenue y menguada o solo quedarse en la advertencia.
De cualquier modo, todas esas escenas son constancias de vida y de que estamos vivos, por más que, en repetidas veces, reneguemos de momentos desafortunados o incómodos.
Más lamentable sería no estar, creo yo, como seguramente muchos ya no estarán al culminar este 2019, porque se fueron hace mucho tiempo, o hace casi seis años o el mes pasado o ayer o hace ratito..
Los que sí estamos, en estas fechas tenemos la costumbre de enlistar promesas y las presumimos, dispuestos a cumplirlas el año venidero.
Si le vemos el lado amable, lo anterior significa que queremos vivir y lo queremos hacer activamente, con disposición.
Algunos son obsesivamente disciplinados con eso y lo logran: cumplen todo al pie de la letra. Otros se quedan a medias y otros, de plano, no cumplen con nada. Ya sabrá usted con cual opción se identifica.
Antes de que lo hagan, les cuento que mi madre (a propósito de gente que se nos ha ido) afirmaba que, aquí su servidor, siempre lograba lo que quería. Es decir, que yo sí cumplía con lo prometido. Lo prometido a ella, al presente o a mi congruencia, a la sociedad o a no sé quién, pero tarde que temprano lograba el cometido y me salía con la mía.
Pero si a estas alturas hago un recuento, es obvio que mi madre exageraba.
Hay muchas cosas que no he conseguido y que dije que haría y no he podido. Soy entonces un demagogo. Un demagogo empedernido frente a mi familia, frente a la memoria de mi madre y sobre todo, frente a mí mismo.
Ahora bien, si los demás no me han echado en cara mis incumplimientos ni a mitad de año ni nunca, yo sí lo haré.
Veamos: cuando estaba en la primaria me propuse que sería tan sobresaliente alumno como mi hermano José María y fallé , le fallé o les fallé. No le llegué ni a los talones .
Por esos años también me tracé el reto de que ahora si le metería unos chingazos a no sé quién y fue él quien me los metió a mí. Ahí no solo quedé mal conmigo sino con todos los que estaban presentes viendo como me dejaban peor que a Pipino Cuevas contra Thomas Hearns.
En otro momento de mi infancia juré que, ese año que empezaba ,sí le diría a esa niña de la esquina que la amaba y nada: me ganó el miedo y cuando por fin ya iba muy decidido, resulta que otro ya la tenía bien aperingada.
Me dispuse a ser tan buen futbolista como algunos del barrio y tampoco: lo intenté pero nunca dejé de ser tan malo, casi tan malo como me sabían las cucharadas de Epamin que me daba todas las noches mi madre y que, estoy seguro, eran las vitaminas para que los niños cumplieran todo lo que prometían.
Seguramente fui desidioso hasta en eso: el tomármelas y véanme aquí con un saldo en contra en eso de la cumplidera.
Claro, habría que decir también en descargo que hay cosas en las que no bastan las ganas para conseguirlo.
O sea: puede uno ser muy voluntarioso pero muy pendejo. Es decir, puede que por nosotros no quede pero Dios nos dio muchas otras cualidades (bueno, creo) mas no esas.
Ahí les va un ejemplo: cuando yo apenas rebasaba los doce años de edad y pensaba en una revancha con aquel que me había metido la putiza, me inscribí en un curso de karate que ofrecía el DIF gratuitamente y me esforcé al máximo tirando patadas como loco, pero a los días, con mucha sutileza, el maestro pretextó no sé qué cosas de la indumentaria y, dándome unas palmaditas en la espalda, me dijo adiós en mis aspiraciones como artemarcialista.
Luego comprendí mis limitaciones y no quedó otra que olvidarme de andar emulando a Bruce Lee. Sí, había una intención, una autopromesa pero ni hablar, me autoincumplí y ya les dije por qué.
Otro más: un año cualquiera pasó por mi cabeza volverme un declamador y me puse a grabar mis remedos de poemas en una vieja casettera pero a las primeras de cambio y luego de oír unas pruebas, desistí de mi propósito porque mi voz en esa transición de niño a un adolescente era espantosa y, por supuesto, mi labor poética era, es, por decir lo menos, cursi y horripilante. Por el bien del mundo entero, dejé eso por la paz. Exacto: tenía ganas pero no talento.
En cambio, otras promesas se incumplen porque se vuelve inevitable.
Les explico :
Resulta que prometí olvidar los ojos de mi primera novia y no he podido. Prometí olvidar la muerte de familiares y amigos muy cercanos y no he podido. Prometí no oler el café recién hecho en las mañanas para que no me acarreara recuerdos y añoranzas y no he podido.
Prometí no llorar cuando me entran las ganas de hacerlo porque me dijeron de niño que eso no era de hombrecitos y no he podido. Prometí no entregarme al cien por ciento mi corazón o la amistad a una persona por que duele mucho cuando no se es correspondido y no he podido.
He prometido escribir menos tonterías año tras año como las que estoy diciendo ahorita y, la verdad, como podrán corrobarlo ,no he podido.
Perdónenme, pero a lo mejor es como tratar de no sentir lo que uno siente al ver esos nublados tal como los sentí esta semana, la última del año. O quizá sea como intentar de aborrecer la vida y eso a mí me ha sido imposible.
Hay que amar la vida simplemente por estar vivo, sin dar más explicaciones.
Yo le sugiero que con sol o bien nublado nunca dejen de amarla. Se lo prometan o no, sea año nuevo o no, pero no lo hagan.
Yo no lo he intentado. Ya ven que para cumplir algunas promesas soy muy malo.
Pero aquí no me comprometo a nada: porque dejarla de amar no pudiera ni he podido. Por más que a ratitos, nos duela el alma.
( 29 de diciembre de 2019)
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