La mañana brumosa de diciembre en el filo de la sierra, hace ya muchísimos años, despertó bulliciosa, como toda época decembrina, sobre todo por la grata alharaca de mis once primos, hijos de mi tío Luis en el rancho El Sauzal, que jugaban entretenidos a que fumaban, expirando el vaho del frío matutino. El cielo se iba despejando poco a poco ya que desde muy temprano la neblina había inundado todo el paisaje serreño, con una visibilidad de apenas veinte o treinta metros. Todavía no era hora de encerrar las chivas que desde la tarde anterior habían salido al monte a procurarse el sustento, muchas de las cuales, ya de regreso, regurgitaban o ramoneaban en el arroyo bajo las datileras y otras más blanqueaban bajando por la falda del cerro. “De la Falda”, precisamente, así se llama el cerro que está en el cañón al sur de la casa del Sauzal, cruzando el arroyo a escasos cincuenta metros. La caponera del rebaño, una chiva mascarilla pinta de hosco portadora del cencerro, ya le echaba miradas furtivas al corral, mientras que junto con el Carlingas mi primo, que es un carrilludo que tiene desarrollado un agudo sentido del humor, unos cuatro años menor de edad que yo, y que en ese entonces tendría él unos nueve o diez años, nos aprestábamos a realizar nuestra primer tarea, que consistía en destantear al Unchelo mi hermano, con un escatológico plan cochambrosamente elaborado, en respuesta a unas fotos comprometedoras que Unchelo el paparazi le había tomado al Carlingas en días anteriores y que, por fortuna para el Carlingas, se habían velado.
Mi hermano Unchelo es, hasta la fecha, un gran aficionado a la fotografía, afición que le viene de los tiempos en que era alumno del Chacuás, profesor de fotografía de la septuagenaria Secundaria Morelos. Esta ocasión, el Unchelo se había llevado al rancho todo el kit de revelado e impresión de fotografías (a blanco y negro, por supuesto), incluyendo, la cámara Canon que estaba provista de un poderoso zoom telescópico, además de un amplificador, charolas, papel y ácidos, con los que esa noche, como un acto supremo de magia, una a una nos iría revelando las tomas acumuladas hasta el final del día.
Esa mañana, en muda complicidad, el Carlingas y yo comprobamos para nuestro beneplácito, que el Unchelo estaba bien dormido todavía. En ese tiempo no roncaba tanto, por eso tuvimos que asomarnos, no por otra cosa. Ahorita no hay necesidad porque sus ronquidos se oyen como a dos cuadras. Bueno, pues nos fuimos a la cocina con Loreto, en ese entonces y en mis actuales recuerdos, era una preciosa y risueña auxiliar de mi tía Chachita, de unos diecisiete años de edad, importada desde el rancho La Fortuna. Fuimos a que nos diera una taza de café, mismo que tomamos en frieguiza. Le dimos las gracias y mientras yo la distraía, el Carlingas le alzó el vestido para que viéramos de qué color traía los calzones. No eran los mismos del día anterior y no se agüitó tampoco, creo, aunque sí le tiró un buen manotazo al Carlos, con el puño cerrado y con toda su alma, que si le da lo noquea.
-Ustedes algo se traen- fue lo único que nos dijo. -¡Bruja!-, le dijimos (adivinó), y entre risas bajamos para el arroyo por la veredita resbalosa que está pegada al cantil, espantando de paso a unos guajos y patos que se entretenían bajo las palmeras correteando chapulines e insectos, que eran su manjar favorito, cerca de las pozas, donde se los bajaban con agua. Pinchis patos tienen esa maña, de que todo lo que se comen, si tienen chanza, primero lo remojan y luego va pa’ dentro. Uno de ellos llevaba una cachora entre el pico corriendo rumbo al estanque mientras otro pato intentaba quitársela. Me dieron ganas de tomarles una foto, pero no. No íbamos a desperdiciar “el número”, porque habíamos sustraído la Canon con un solo objetivo, que de antemano nos hacía sonreír.
Fuimos a escondernos silenciosamente atrás de unos grandes peñascos al pie del cerro de la falda, mucho más allá del ojo de agua, por donde hay todavía una media docena de árboles de higo silvestre. Me da gusto. -Los acabo de ver ahora que fuimos para el Sauzal-. Era cuestión de tiempo. Poquito. Al mucho rato, cuando ya casi se nos olvidaba qué fregados andábamos haciendo con la cámara por ahí tan temprano, el Carlingas me indicó que me callara, porque ya se veía venir al Unchelo con un rollo blanco en la mano. Nos miramos de soslayo como en señal de ¡Sobres!, nos agazapamos lo mas que pudimos, aunque no había necesidad de ello, porque las piedras y ramas estaban bastante grandes, le dimos buen tiempo y aguantándonos el asco como pudimos, afinamos el lente, enfocamos el zoom en el escatológico objetivo que emergía y disparamos el obturador con un único cliquido mecánico, que rasgó el silencio tempranero con ese ruido metálico apenas perceptible entre ningún ruido similar, que por lo espeso del silencio, parecería como si hubiera hecho eco. El Unchelo volteó extrañado hacia su espalda, pero luego olvidó el asunto o no quiso prestarle mucha atención, aunque sí se sacó de onda, porque, de veras, el ruido de un obturador suena raro entre la callada quietud de la bucólica campiña choyera. Si no, pregúntenle a Helene Casanova. Al rato, cuando hubo chance, volvimos a poner la cámara en su lugar, tal como estaba cuando la tomamos “prestada”, aunque con un solo número de menos. La tarde de ese día, al oscurecer, el Unchelo y mi tío Luis llevaron la plantita eléctrica a la capilla, que está sola y bien techada, y allí, junto a la imagen de la Virgen del Perpetuo Socorro, instalaron el equipo de revelado.
Un foco envuelto en papel celofán rojo iluminaba el escenario en el que el gran prestidigitador, o sea el Unchelo, iría sacando una a una, como conejos del sombrero, después de su respectivo revelado, las artísticas y matizadas fotografías que iban, ahora sí que literalmente, a revelarse ante los ojos de la incrédula y nutrida concurrencia que nomás exclamaba ¡Oh! ante tan prodigioso despliegue de talento. ¡Mira, Chacato! ¡Saliste igualito!, -exclamaba el Teto-, -Y yo, qué fella me veo sin peinar-, decía triste la hermosa Loreto. –Aquí cómo te pareces a tu papá cuando era joven en un retrato que tengo alzado en el baúl- le decía suspirando mi tía Chachita al Carlingas que ponía una carita de chamaco chiqueado, pero no le quitaba el ojo, muy atento, a la charola ahora sí que de impresión, inquieto, cuando de un de repente, el Carlingas se paró en la banca y preguntó en voz alta, amplificada y muy serio, aguantándose la risa lo mas que pudo, ante un Unchelo mas colorado que el foco envuelto en el celofán, por la imagen que en ese momento le desvelaba el celuloide:
-¿Y ese cachetón del puro, Unchelo, quién es?-
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