Cuando se reanudaron las clases, ya ninguno de nosotros era el mismo. Habíamos vivido la tardenoche del 30 de Septiembre de 1976 como la peor de todas y la muerte vestida de agua, dejó a la ciudad desolada , triste, aturdida , con un tablado negro , de luto.
Jueves 30 de Septiembre/del año 76/muchos murieron ahogados/ y otros murieron de sed, musicalizó Don Daniel Lucero cuando de puro dolor le dio por componer ese corrido que después grabaría en un casete Sony para que lo escucharan sus amigos y parientes a modo de testimonio.
La suma de muertos siempre fue inexacta. Por que así lo quiso el gobierno o, para que más que la verdad, porque era imposible saber el número de gente que, a media noche, recibió de lleno aquel manto lúgubre de agua que ruidosamente, se dejó venir desde el arroyo El Cajoncito luego de hacer estallar de las mas insensata manera ese esa escuálida muralla de tierra, hecha acaso para soportar lloviznas de ocasión pero no ciclones de esa magnitud.
El artefacto hizo el boquete y la corriente embravecida se volvió una aplanadora y de inmediato pasó por encima de todas esas casas habitadas de la colonia Juárez, hasta dejarlas en el suelo raso sin miramiento alguno.
A temprana hora del día siguiente, yo habría de ver un cuerpo aquí y otro allá, como unos maniquíes tirados a la basura. Esas imágenes se quedaron guardadas para siempre en el álbum de la memoria y de vez en cuanto se incorporan tan vitales como lo eran antes de que El Liza tocara tierra.
Aquellos muertos eran apenas los primeros personajes de esta obra tétrica, funesta, lastimera que tuvimos que presenciar durante varios días y por varias calles antes de ser identificados por sus familiares( o un amigo, si la familia se había ido completa) , si corrían con suerte o, de lo contrario, se iban derechito a las largas fosas comunes que tuvieron que abrirse en el panteón de Los Sanjuanes.
Cuando se consideró prudente, los niños volvimos a la escuela pero algunos salones estaban incompletos. Los profes seguramente querían apaciguar la conmoción y jugueteaban al momento de pasar lista. Unos sí respondían pero otros no, porque se los había llevado el arroyo y no habrían de regresar jamás.
El grupo escuchaba el nombre, todos se volteaban a ver y luego alguien respondía con vacilación: “se lo llevó el arroyo, profe”. Pasó en un salón y pasó en más y lo mismo pudo pasar en otras escuelas de las colonias afectadas.
Pero si lo que le atribuyen a Nietzsche es cierto, este tenía razón: “El hombre sufre tan terriblemente en el mundo que se ha visto obligado a inventar la risa”. Es el refugio para no dolernos tanto, para amortiguar la tragedia, para aminorar las penas. A lo mejor por eso de pronto esa expresión pasó de ser una respuesta espontánea de niño, a un dicho popular que la ciudad lo acogió por largo tiempo. Cuando alguien faltaba a una reunión y se preguntaba por él, si llegabas a casa y querías saber de alguien que no estaba, si averiguabas por algún otro que habías perdido de vista, la contesta era esa: “se lo llevó el arroyo”, lo cual significaba que por ahí andaba, que no estaba presente, que no lo habías visto o cosa semejante.
Sin embargo, bien lo dice el gran filosofo y tanatologo Guanajuatense, José Alfredo Jimenez: “Las distancias apartan las ciudades/Las ciudades destruyen las costumbres” y ese dicho nacido del dolor guardado, se fue quedando en el olvido o en generaciones que hoy están creciditas. Así pasa, nada es para siempre. Acaso tan solo la certeza de saber que hoy es 30 de septiembre, pero al igual que aquella vez que volvíamos a clases, ya ninguno de nosotros es el mismo. Ni los que murieron esa noche, ni los que quedamos para contarlo somos los mismos.
Porque algo de tÍ y de mí, también se lo llevó el arroyo…
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