Ahora que recuerdo, puchi qué argüenderos éramos de morros en el barrio. Pero nos ganaba don Yunay, que era una especie de agente de gobernación Honoris causa, quien se encargaba de la vigilancia voluntaria de todos los chamacos nomás por el voyerista placer de ver y disfrutar cuando nos regañaban o cintareaban nuestros papás. Nunca llorábamos ni nos quejábamos cuando nos castigaban delante de él, nomás para no darle gusto al pinchi ogro ese. Recuerdo un sábado tempranito que nos atrapó descuidados al Poncho mi carnal y a mí más allá de la Animita, y nos llevó hasta nuestra casa bien agarrados de las orejas. Por cierto, casi de adrede, con insano placer le dimos un chingo de patadas para que nos soltara, pero ni madres; estaba bien fuerte el viejo Yunay, que medía casi uno noventa de estatura y hacía mucho ejercicio porque caminaba un chingo, ya que su actividad principal era la de atrapar y comercializar pájaros, los cuales vendía en unas jaulas bien fuertes, muy bien hechecitas por él mismo, y hasta le quedaban bonitas, pa’ acabarla de chingar. Casi todos los días su casa parecía club de doñitas de la tercera edad, porque todo el día desfilaban señoras a comprarle sus cantoras avecitas: gorriones, canarios, cadernales, zenzontles, calandrias, palomas, güírigos, y hasta pintillos. A veces, para convencer a las clientas, les tocaba viejas canciones con una armónica y una guitarra igual de vieja que todos ellos. De adentro de la vieja casa de madera donde él vivía salía un sonido nostálgico, como de las fogatas nocturnas de la época revolucionaria. Ah, pues esa mañana que nos regresó a la casa casi arrancándonos las orejas, desde la calle, sin soltarnos, gritó: – ¡Doña Emma, aquí le traigo a los Ponchos que andaban de vagos más allá de la Animita, por el arroyo de Santa Rita (hoy calle Sinaloa)!
-Gracias, Señor – le respondió mi mamá-, pero yo les di permiso que fueran para que se distrajeran un poco…
-¿ves?, le dijo el Poncho mi carnal a Yunay, dándole la última patada en la espinilla, pero con toda la aviada, y echó a correr en chinga. Yo nomás me aguanté la risa lo más que pude, y con eso me olvidé del pinchi dolor de mi colorada y punzante orejita izquierda.
Era muy cabrón el viejo que también, en temporada de pitahayas y de ciruelas silvestres, madrugaba a pie (obvio) hacia el monte, y ya para mediodía estaba de regreso con dos tambos rebosantes del preciado manjar. Recuerdo ese día sábado de la pepenada de orejas, que ya en la tardecita, como a las cinco de la tarde, estábamos jugando changay en la calle cerca de la banqueta de la tienda La Negra, cuando pasa don Yunay en chinga y encabronado, armado con una güichuta (vara de unos tres metros, con una afilada punta de acero empotrada en un extremo, que sirve para la recolección de pitahayas), hablando como para sí mismo, en voz alta para que nosotros, que éramos como siete chamacos, lo oyéramos.
-«Voy a buscar al Lico Molina para que me devuelva un liváis que me robó del tendedero» dijo y todos nosotros en chinga, nos miramos unos a otros y dejamos todo como encantado, o sea tal como estaba, para irnos en hilerita atras de Yunay a ver el mitote.
Yunay era, has de cuenta como Gargamel. Blanco, nariz aguileña con una verruga en la aletilla de la misma y otra en la frente, cercana a la pata de gallo. De ojos azules, casi calvo, como Miguel Hidalgo, usaba huaraches de suela de llanta, pantalón de mezclilla y un camisa caqui siempre muy salitrosa de las bisagras, que al pasar cerca, o lejos, emanaba un leve tufillo a sudor rancio. Pués ahí iba don Yunay, con su paso acompasado de más de un metro cada paso, rumbo a la casa del Lico, que era en realidad la casa de su abuelita Doña Regina, quien consideraba al Lico como a su hijo menor y más querido. Todo le alcahueteaba.
¡Lico, Lico, ven verás, sal!, gritaba don Yunay agarrado del cerco guango de alambres de púas que daba a la calle Antonio de Mendoza, hoy Félix Ortega.
Doña Regina salió y primero nos miró a la cara a cada uno de nosotros, como contándonos para ver cuántos éramos, y luego de que nos barrió con mucha indiferencia, encaró a Yunay:
¿Tú qué quieres?, le preguntó.
-Busco al Lico, respondió secamente.
Doña Regina volteó hacia la pared de fibracel y gritó: ¡Lico, aquí te busca un pinchi viejo pelón!
-Pregúntale qué chingandos quiere, Nana, se oyó la voz desde dentro de la casa.
-Que qué quieres – le dijo con voz fuerte y seria Doña Regina a don Yunay.
-¡Quiero que me devuelvas el Liváis que me robastes, lamido! grito Yunay.
En eso de golpe se abre la puerta y sale el Lico Molina poniéndose una camisa.
-Mientes, pinchi viejo: tú me los distes porque te cogiera, pero no te dije cuándo, le gritó el Lico, abotonándose la camisa.
La sorpresa de la feriecita ahí reunida fue mayúscula.
-Ya ve, pinchi viejo joto, ¡A chingar a su madre! – le gritó a Yunay doña Regina.
A partir de ahí, fue como ver a un general pelado, sin uniforme. El ogro se pintó de rosa. Ya no hubo más jalones de orejas.
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