… Continuación
…No era ni la sombra del hombre imponente y aguerrido, protagonista del zafarrancho aquel que le contó la muchacha de la cocina mientras recolectaba en el patio trasero los granos púrpuras del café y ella, sentada sobre la poltrona de madera con respaldar de cuero, bordaba de rosas policromas los manteles de mesa.
El casino del pueblo cercano estaba atiborrado de personas que, dispuestas a escuchar tocar a los Geraldo, habían ahorrado con denuedo durante varios días y semanas, con tal de juntar para poder pagar el boleto de entrada.
La banda estaba integrada por padre, tíos y hermanos, originarios de un pueblo asentado al otro lado de la sierra, quienes desde jóvenes, fueron amalgamando destrezas en el manejo de varios instrumentos musicales; de tal manera, que si se cerraban los ojos al oírlos tocar, la gente evocaba a los Montañeses del Álamo, y hasta podían apostar que eran ellos, y luego, en un dulce aletargamiento, los danzarines se deslizaban por la pista del baile, al susurro melancólico del saxofón y el acompañamiento del bajo sexto, mientras abrazados a su pareja, sentían flotar por sobre el piso brillante de madera pulida, dejándose llevar por el hormigueo del enamoramiento que les entumecía las plantas de los pies y las palmas de las manos sudadas por la emoción.
De pronto, gritos desesperados de mujeres hicieron desafinar a los músicos, al grado de que tuvieron que dejar de tocar, pues las parejas se apretujaban y arremolinaban sobre los estuches de los instrumentos musicales, que yacían a los pies de los filarmónicos, amenazando con destruirlos por las pisadas.
Sin desatarse de su abrazo, las parejas se hacían a un lado, temerosos, con tal de dejar el campo abierto, al centro de la pista, a un alocado alazán, que embravecido por el acoso de las espuelas sobre los ijares, se levantaba sobre sus patas traseras y manoteaba al aire, tratando de deshacerse furiosamente, del joven que lo montaba, fustigándolo con un ramal de cuero que estallaba como disparo sobre la grupa del animal.
El hombre que lo montaba, vestido de militar, reía escandalosamente, bajo los efectos del ron, al descubrir el miedo en hombres y mujeres y entonces, pretendía hacer bailar a la bestia, pero ésta, adolorida por los piquetes de las espuelas y espantada por los gritos de la muchedumbre, resoplaba furiosamente.
El jinete resultó ser un teniente perteneciente al destacamento militar en La Paz, que en esos días, llevaba a cabo un recorrido de vigilancia sobre los poblados del sur del Territorio y que en ese fin de semana, había coincidido con los preparativos del gran acontecimiento, tan esperado, donde engalanarían con sus compases de magia los mismísimos Geraldo de la Sierra.
El Teniente había estado tomando ron desde temprano; alborotado por el tráfico y la algarabía de los visitantes, y entusiasmado por el caminar menudito de tanta muchacha guapa que había bajado de los pueblos de los alrededores, y que ya listas para el baile, recorrían en parejas o en grupos la única calle del poblado, perseguidas por los piropos y las miradas de los rancheros jóvenes y por el romerío de sus propias risas juveniles.
De manera que, ya pasado de copas y obnubilado por los vapores del alcohol, esa noche pensó en impresionar a las mujeres con la entrada bravía al salón del baile, sin siquiera medir las consecuencias.
De pronto, el caballo paró en seco su brincoleo enfurecido, y ahora, en un gesto humilde, inclinó la testa ante aquel hombre fuerte, sereno, dominante que lo sujetaba de las riendas.
Entonces, el joven teniente, sintió como era desprendido de la silla de montar al ser jalado por las solapas de su chaqueta militar y luego, después de haber rodado de espaldas por el suelo, sentirse levantado en vilo nuevamente, hasta quedar hincado, enfrente, del cañón frío, oscuro del arma aquella, que le retorcía las narices y luego le presionaba la mejillas.
-A ver, a ver, cabrón, le dijo Francisco Talamantes.- Entonces ¿Es usted muy machito?- le preguntó como en un susurro, y el militar descubrió en los ojos serenos del muchacho, que se hayaba tan solo a un paso de la muerte.
-¡Amigo, No dispare! ¡Se lo suplico! Aquí nomás ando de hablador y borracho, pero con un par de cachetadas tengo.
Pero ahora era otra cosa.
El muchacho aquel, al que la rancherada joven lo saludaba con un dejo de admiración y respeto y con un sentimiento de complicidad y solidaridad que despertaba con tan sólo mirarlo, ahora tembloroso, se tapaba las orejas con la palmas sudorosas de las manos y se dejaba abrazar de su madrastra, tratando de no oír aquel susurro grave, espeso, pegajoso, como quejido de animal moribundo que ascendía por las paredes de la casona enorme y se encaramaba en el terrado de los techos, en medio de la noche profunda como un pozo.
-¡Francisco!, ¡Franco! ¡Franco!¡Francisco! – parecía escucharse afuera, que suplicaba el tortuoso lamento…
Continuará…
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