Lo único que le faltaba hacer a ella era morirse y, contra su voluntad, el miércoles pasado lo hizo.
Entre otras cosas, eso pude decir sobre la grandiosa Isela Vega Durazo, en ese programa de radio donde, gentilmente, me habían invitado pero eso de la tecnología, plataformas y conectarte a distancia, no se me da y quien me invite, corre el riesgo de batallar conmigo.
Lo que sí se me da, aunque no sé qué tan bien, es la memoria, lo de poner cuidado a los detalles que para otros ojos pueden resultar insignificantes y darles el valor que, para mí, en este universo tienen algunas personas que ya eran grandes, desde antes que un gran jurado popular o unos críticos de doble filo, en ocasiones incongruentes, quieran certificarlos en cuanto a su talento y lo que podían lograr en su vida, con su opinión o sin esta.
Yo no sé si estas cosas las hubiera dicho al aire, en donde me habían invitado, pues ahorita no tengo el guión que en la víspera preparé, pero eso es lo de menos, si aquí, en este espacio, tan sólo quiero tocar base a fin de homenajear, reivindicar, hacerle un altar, un monumento o una brebaje de ensueño para poner en el lugar que merece a quien nació en Cuauti, o en una de las rancherías cercanas a Hermosillo, tan lindo y sencillo, pero del meritito Sonora, el 5 de noviembre de 1939, de tal suerte que era del signo escorpio lo cual, para serles sinceros. no sé si eso era bueno o malo o le hubiera importado mucho.
Se me hace que no, como a quien no le importa el “qué dirán” porque, a los 18 años cabales y después de ganar el certamen de princesa del Carnaval de esta capital, pues, juilas, pintó huella para los Estados Unidos con el propósito y la enjundia de estudiar el idioma inglés y la carrera de modelaje.
Lo consiguió, pero de vuelta al terruño nacional —se fue de largo hasta el otrora Deefe, en donde sus noches eran tan emblemáticas tal como que las narra mi querido amigo José Luis Martínez S. y nos las comparte en su libro El día que cambió la noche: Memorias de un noctámbulo en la Ciudad de México, y allá cantó boleros y otras canciones incluso del grupo de The Beatles, en bares de la capital del país, una faceta en la cual tampoco desentonaba y eso lo digo literalmente y para muestra es cuestión que se den a la tarea de escuchar su disco Para Mi Departamento que a dos que tres puede sacarle más de un suspiro y sobre advertencia no hay engaño.
Pero lo de los palomazos en los bajos fondos era apenas el inicio de su larga carrera, en tanto le llegaba la primera oportunidad en la tele, lo que ocurrió en 1959, como modelo del programa “Max Factor Hollywood” a la par que seguía tomando clases de actuación, algo que puso en práctica al año siguiente al recibir su primer papel en cine en la película “Verano violento”, al ladito de Pedro Armendáriz, Guillermo Murray y Gustavo Rojo. Y al debutar en teatro con la comedia “Una viuda y sus millones”.
De ahí pal real, a la protagonista de Las Pirañas Aman en Cuaresma, la productora de Dulces Navajas y directora de “Los amantes del señor de la noche”, una de las pocas películas que se han hecho sobre hechicería y donde también fue productora, escritora y actriz, sólo la pudo parar ese cáncer tan agresivo que le llegó de pronto y que quería quitarse de encima a como diera lugar, por eso le pedía a los médicos del hospital, tan bien portados, que apresuraran el tratamiento o lo que fuera a recibir en ese hospital porque quería salir lo antes posible, ya que tenía una película, otra más en puerta, al parecer con Iñárritu y quería estar lista para el primer llamado, cómo de que no.
Nomás que la metástasis no tuvo consideración alguna y, para la envidia de aquellos jóvenes de la mitad del siglo XXI en adelante que suspiraban a escondidas, o en la oscuridad de una sala de cine al ver ese cuerpo, el mal pasó al cuello, como funesta, como indolente caricia y después a su cadera no con los ojos de admiración y lujuria, que provocaba como sex symbol sino como las ruines estocadas previas a su muerte.
De esa manera iniciaba su nuevo papel, el único que le faltaba realizar, el de esa mujer ya inerte, en contraposición a lo que tanto que fue ya sea en ese largometraje Las reglas del juego, filmada en 1971, con José Alonso, Enrique Rambal y Héctor Suárez, o en la película La cama, otra de las películas importantes de su carrera y que hace ese mismo año.
Vamos a decir que era como un ensayo, como el round de sombra que hacía, en espera del año del mes de junio de 1974 cuando aparece desnuda en Playboy, convirtiéndose en la primera mujer latina en aparecer en la versión norteamericana de la revista, no sin impedir que surgieran las polémicas y los señalamientos morales de una sociedad que un día se puede aventar a la hoguera y a los años, subirte en hombros con elogios y admiración de una trayectoria que se reconoce por algunos hasta los últimos años de su vida.
Porque así es la hipocresía de un puñado de gente o de un sector del pueblo bueno, sabio y que nunca se equivoca, tan parecidos a esos y esas que Matea Gutiérrez, en una especie de sacerdotisa, les saca sus trapitos al sol y los cuestiona desde el púlpito de la iglesia, por andar de entrometidos en su intimidad y la del padre Feliciano un binomio ardiente que supo apagar más de una vez la calentura de ambos, después de verse por primera vez, él sentado en esa silla y sobándose los pies, luego de quitarse los zapatos, ella parada, observándolo y poniéndose a sus órdenes, mientras que, de fondo, se escucha el sonar cadencioso de Bonita, esa bella canción de José Antonio Zorrilla y Luis Alcaraz y uno se pone a pensar en un beso robado y el llanto llorado por un hondo placer.
Es en esta, La Viuda Negra, donde para unos puede, únicamente, ser el personaje de esa historia teatral de Rafael Solana —Debiera haber Obispas— y dirigida en el rodaje por Arturo Ripstein, pero para otros, no cabe la menor duda ,de que también se pintaba así misma o como un retrato hablado, la propia Isela, transgresora, irónica, mordaz, sensual y sexual, retadora, ocurrente, abrasadora, bella por todos lados y de todas formas, desobediente de un convencionalismo imperante en el ocaso de los pestilentes años setenta lopezportillistas que, dándole al traste a los logros cinematográficos que se habían conseguido en el sexenio anterior, se resistían a reconocer, con nepotismo incluido, una verdad a punta de censura pero que logró vencerse seis años más delante con el éxito y los premios ya tan conocidos.
Por cierto y ya entrado en gastos, Don Mario solía decir que eran dos las películas que, ya de grande, le daba penita saber que las filmó: era La India y mismísima Viuda Negra. Que porque no eran aptas para todo público y porque se ponía rojo cuando la veían sus nietos.
Qué raro, pues en las dos se bate a lascivo, a sicalíptico duelo con Doña en sus mejores tiempos y en ninguna de las dos se le veía muy ruborizado. Claro, Don Mario es muy buen actor y sabe fingir, muchachos. Bueno, a mí se me hace.
Se me hace también que muchos no conocen una película donde él sale en la alcoba con la bellísima Tere Velázquez quien, en penumbras, se le ve en una cama, cubriéndose hasta el cuello con una sábana blanca, mientras Don Mario, de espaldas, se pone la camisa. Esta película se llama Honores al Clítoris. Así como leen, ¡qué barbaridad!.
Mejor aquí la dejo porque me estaba pasando lo de Don Mario, aunque no sé si en su personaje de La India o el de La Viuda Negra o quién era el de Huatabampo, en la vida real.
¡Qué barbaridad!
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