Nos levantábamos a las seis de la mañana para viajar al Valle, o a Santa Rosalía; aún cuando nos habíamos acostado muy tarde en la juerga del fin de la semana laboral.
Allá íbamos, sin embargo, como si hubiésemos dormido de jalón una semana, con la sonrisa fresca, sin las arrugas ni las bolsas de los ojos denunciándonos.
Viajábamos horas anticipando el desarrollo de las reuniones magisteriales y el movimiento democrático, y discutiendo sobre la marcha del primero de mayo, o sobre la elaboración del periódico mensual.
Aún llevábamos entre las uñas los rastros frescos de la pintura rojinegra con que elaborábamos las mantas, que habían quedado secándose sobre la barda de una casa en el Choyal o en el Indeco.
Convertíamos sin rubor alguno las peleas de Julio César Chávez en balance ideológico y la blanqueadas de Fernando Valenzuela en una franca revisión de tareas y compromisos, y a veces, discutíamos acaloradamente, y con el mismo fervor y la facilidad con que ensalzábamos la lucha de clases y repudiábamos el bloqueo económico de Cuba, argumentábamos sobre la diferencia entre el sabor amargo y dulzón de la cerveza Pacífico y la Tecate.
Disfrutábamos los días de Carnaval, paseándonos con una bolsa de ballenas del Kiyiki de contrabando, no porque no pudiésemos comprar de las que vendían en los puestos, sino porque era un acto de rebeldía y alta traición política no seguir la tradición paceña de comprar las cervezas envueltas en papel periódico más frías de todo el mundo.
Cuando íbamos a Santa Rosalía, la sala de estar de la casa de madera de los Patrón o de los Cañedo se convertían en auditorios, y en los patios traseros nos aguardaban siempre, impacientes , a que concluyéramos las peroratas interminables, enormes braceros donde el carbón se desesperaba por la tardanza.
Y luego regresábamos, todavía con la cuerda de la conversación y las risas, emocionados por los acuerdos, por los análisis profundos, por los juramentos y las promesas; sin importar que las bolsas de pan del Bachicha se remojaran en la cajuela, por el agua de la hieleras repletas de hielo y modelos blancas, que se desbordaba sin darnos cuenta.
-Háblale a mi compadre. Que prepare la carnita asada mientras llegamos- y el camino de Los Cabos a La Paz se nos hacía nada, en aquella noche que le sonreía coqueta a nuestros treinta y tantos, y nosotros nos dejábamos querer por ella, despreocupados, avanzando a toda velocidad, mientras planeábamos cómo organizar las brigadas para recorrer todo el estado.
Entrábamos a La Paz, después de una jornada completa pero sin ningún cansancio, ni en nuestros brazos, ni en nuestras piernas, ni mucho menos en nuestras almas, respondiendo burlones a la llamada que esperábamos.
—¿Dónde vienen, cabrones? Que el carbón ya está crepitando- y nosotros nos reíamos por aquella voz carrasposa del altavoz, ya con las ínfulas del personaje docto en el lenguaje que el propietario amenazaba ser algunas décadas después.
El carbón crepitando, ardiendo, bailando ante nuestros ojos, protegiéndonos del frío infernal en las noches de invierno, en las tardes de otoño, espantando las legiones de moscas y zancudos del
monte en aquellas carnes asadas domingueras, cuando éramos jóvenes, muy jóvenes…
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