Evocaciones de Sudcalifornia

Te recuerdo, te veo, te escucho

Florentino Ortega2

Te recuerdo trepado sobre la caja de aquella camioneta. Con tu  eterna camisa a cuadros y el micrófono en la mano como un arma de guerra, alebrestabas con tus potentes gritos a los centenares de maestros que marchaban alegres, combativos, con pancartas y mantas; haciéndote caso en la consigna y brincando al tiempo que gritaban  “el que no brinque es charro” que se escuchaba a cuadras de distancia.

Te recuerdo con tus livais fajados abajo de tu panza voluminosa, trazando con destreza las letras rojinegras en apoyo a las trabajadoras de las maquiladoras o a los colonos desplazados por el gobierno.

Te veo en aquella camioneta blanca con el enorme logotipo del PRT, a los costados, con su propia versión de la hoz  y el martillo distinta a la del Partido Comunista, vehículo donde viajaban a todas las partes del estado, a reuniones que tardaban menos que los viajes, y que casi siempre, culminaban con la carnita asada o las chelas bien frías.

Acudes a mi mente, enfrentándote con fiereza a los provocadores que pretendían disolver el mítin frente al gobierno del estado, desafiándoles con los mofletes abultados por la rabia y el dedo índice acusador toqueteando  el pecho de los intrusos asustados.

Te vuelvo a ver en el auditorio de la Normal Superior, arengando a los profesores que dirigías como líder en el Consejo Resolutivo Estudiantil en los cursos anuales, a los estudiantes de aquí y a los que venían de fuera aprovechando las vacaciones de verano.

Te escucho nuevamente, en tus exposiciones ante centenares de campesinos convocados por la unión obrera, campesina, estudiantil  y popular,  que tú presidías con acierto, para trazar la ruta de sus apoyos como emprendedores.

Te quise como amigo del alma no solo porque eras hermano de otro amigo del alma; sino porque en aquellos tiempos todos nos queríamos así, sin cortapisas, sin menoscabos, sin insidias y sin dobleces, como los hermanos que nunca fuimos todos, pero que siempre quisimos ser.

Eras joven, más joven que nosotros,  y más fuerte, claro, y todos los caminos que anduviste, detrás de nosotros o con nosotros, por las brechas y calles terregosas, o tus guardias plantoneras soledosas como las noches soledosas, no  eran ni los caminos ni las noches que seguías tan sólo por seguirnos a nosotros, sino porque por tus venas corrían los mismos genes rebeldes de tus hermanos de padre y madre, a los que quisiste y admiraste hasta el último día de tu vida, o hasta el primer día de tu muerte, como queramos verlo.

Con eso me quedo yo, a un año de tu partida para siempre.

No soy quien para recordar las cosas reprobables de tu vida, porque nadie más que tú y tu familia pagaron el costo y el pasaje, de ese largo viaje repleto de altibajos, porque a nadie  le pesó aquellas circunstancias más que a ti, lejos de casa, de la tibia y segura y acogedora casa, en la hora fatal, en el minuto final, lleno de segundos retacados de un llanto que debió haber sido más grande que el dolor del corazón partiéndose.

Los humanos sólo recordamos lo bueno de nuestros muertos, y por eso tu mujer y tus hijos hoy te hicieron un altar y ahí te tienen, como un dios que también fue  capaz de errar en medio de su infinito poder y en medio de su incomparable gracia y sabiduría.

Yo desde acá, con la irreverencia del ateo que siempre he sido, alzo la copa, hermano, lejos de todos y de todas, recordándote, y bebo un trago a tu salud, antes que la muerte, la verdadera muerte, logre alcanzarte en definitiva y te arrope para siempre con la eterna cobija del olvido.

[ssba-buttons]
Florentino Ortega
Últimas entradas de Florentino Ortega (ver todo)

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *