Del lbro «El Corral Viejo» de Emilio Arce
Amores y pajuelazos
Uno cree que en una mentalidad sencilla de una persona tan aldeana, huraña como mi amigo Quitito, el enamoramiento sería tal vez algo remoto, o que ni siquiera tendría cabida en él. Por lo menos así lo creía yo al ver la fachada del Quitito, pero qué equivocado estaba. Resulta ser que mi amigo se enamoró perdidamente de Margarita, de allá de los rumbos de la mesa de Umí, con la novedad de que fue muy bien correspondido. “Madgadita” la nombraba suspirando, mi compa Quitito, quien tiene aún serios problemas de dicción -metafonía, según la gramática o porque “tiene la lengua pegada”, como dicen los viejos de estas rancherías-.
Pero esa relación contaba con la total desaprobación del progenitor de la bella y desparramada dama; el suegro maliciosamente y con carácter de ipso facto, se dio cuenta de la mutua atracción surgida entre su descendiente y el osado Quitito. A partir de entonces, nomás se la pasaba camelando hacia el monte en dirección al Corral Viejo, que es el rancho donde vivía y reside actualmente Rafael Pérez Higuera, alias El Quitito. No era muy maldito el viejo, hasta eso, pero tampoco le iban a arrebatar así porque sí ese tesoro tan tiernamente apreciado y de canillas peludas que era su hija Margarita. No señor: Por si las moscas, no dejaba de echarle un ojo de vez en cuando al viejo mosquetón de repetición calibre treinta que reposaba entre los travesaños de palo de arco del zarzo colgado del techo de palma. – ¡Ay, apá!, ¿y para qué tiene usté cargado el rifle?- le preguntaba la Magui a su padre, quien le respondía que por aquello de que se le atravesara un venado mal parquiado. Obviamente que la Márgara no le creía, pero por si las dudas, le daba cuenta de todo ello al Quitito quien, como buen sierreño, no se mortificaba mucho de aquellas advertencias, al contrario le servían de acicate para hacer de cada entrevista furtiva, una amorosa y excitante aventura, enraizando en él mas que encaprichando, el deseo de llevarse aquel preciado trofeo a su jacal y a su cama de lías de cuero de res.
En dos o tres ocasiones estuvo a punto de ser descubierto, a pesar del instinto casi primitivo que se había desarrollado en él para eso de las sigilocidades, desde sus primeros pasos en aquellas inmensas serranías de La Giganta, tan poblada de soledades y de leyendas. Él mismo era capaz de corretear al codiciado bura sin hacer el mínimo ruido, ya que la naturaleza desnuda de los espinosos breñales y pedregales y él, eran uno solo. Había nacido con el instinto y la astucia del puma -de vez en cuando el olor del zorrillo- y casi podía afirmarse que escuchaba la voz del viento. En la cotidianeidad de su refugio su paso parecía torpe, pero a la hora en que se convertía en cazador, era irreconocible, felino. Las aletillas de su nariz sinuosa de boxeador retirado se expandían olfateando la mínima sombra entre los adustos matorrales. Parecía otro ser con sus casi dos metros de estatura y no el habitual Quitito, de pensamientos nobles, casi infantiles; con su total desconocimiento de la escritura y de los números.
Recientemente mi tío Javier Castro, quien lo estima como a un hijo le regaló la huerta de San Vicente para que se sirviera de ella y la hiciera producir, cosa en la que no ha defraudado al viejo Javierón. De ahí que mostrara cierta habilidad hacia lo sedentario.-¿Me apedta el salón tío Javiéd? –Pos me imagino que si te ha de apestar, Quitito, porque lo que se llama bañador no eres.- -No, tío, su salón: el difle- ¡Ah!- decía mi tío Javier haciéndose guaje.
No es raro encontrar en la serranía a esta especie de seres como el Quitito, dotados con ese don, viviendo en esa simbiosis con el desierto y sus faunas. Algo similar se había dado ahí cerquita, en el rancho “El Rancho”, precisamente, cuando doña Úrsula encontró a su hijo Antonio el Toñito, de escasos doce meses de edad, jugando entretenido con una serpiente de cascabel. A partir de ahí y hasta los veintiséis años de edad en que falleció, el Toñito jamás les tuvo miedo a las víboras y sin ufanarse ni vanagloriarse de ello, agarraba a mano limpia cada ofidio que encontraba, siempre y cuando el reptil no estuviera muy irritado. Hoy esto forma parte de la tradición oral reciente. A este extraordinario tipo de personas pertenece el Quitito, quien en una de sus incursiones nocturnas al fortín de hachones y techo de palma, donde vivía su amada Mádgada, a un paso estuvo de ser descubierto por su irreconciliable suegro. Recuerdo que esta vez ni su instinto lo puso a salvo de recibir el suegril bautizo de riñón, cuando escondido bajo el breve pretil de un tepetate, el Quitito se agazapó al escuchar detenerse el cansino arrastrar de los pies de su suegro a escasos dos metros sobre su cabeza, en el arroyo, en el preciso y desafortunado momento en que éste hizo un ruido con el cierre de la bragueta y empezó a descargar su vejiga justo sobre él, sin notarlo, con chorros de próstata destartalada por los años, tan exacto en su puntería como si lo hiciera adrede, que el Quitito no pudo ni siquiera moverse por temor a ser descubierto. ¡Fós, qué fiero jiedes!, le dijo su novia en esa ocasión, cuando sostuvieron el encuentro en el garambuyal. No hubo otro remedio. El Quitito se tuvo que bañar bajo la luz de la luna, en una de las tantas pozas que existen en el lugar. Un poco cohibido por tal suceso, no resultaba nada fácil para una persona de carácter introvertido como lo es el Quitito, sentir su orgullo totalmente empapado de vergüenza, miado, orinado y oreado; una especie de baño ritual recibido a la manera de los grandes iniciados, cosa que no le gustó mucho al amigo. Decidió pues, a partir del urinario y diurético suceso, tomar un corto período vacacional y curarse un poco de las dolencias espirituales que el amor conlleva y resolvió formalmente dar una sabática tregua a sus escarceos; darse a desear un poco, tomar un poco de aire antes de pegar el zarpazo definitivo a esa relación de Romeo y Julieta choyeros.
Para esto, ya lo hemos comentado en diversas oportunidades, en la sierra el deporte por excelencia ha sido, es y será per sécula seculorum el juego de la malilla. Y era en El Aguajito de mi tío René donde se jugaba -antes y después de su conversión a Testigo de Jehová- con singular entusiasmo. Para esto, el Quitito fue con su primo Pedro al rancho La Fortuna y consiguió en calidad de préstamo un famélico jumento que a manera de burrotaxi lo llevaría hasta El Aguajito, pasando por el Sauzal, El Junco, La Cueva y el destino final que era la mesa güanga cubierta con un mantel de plástico de cuadros rojos y blancos, que a manera de tapete verde, bajo un amplio corredor sería el sitio del cual no se despegaría en diez días mas que para sus necesidades mas apremiantes, embebido en ese juego, nomás por el puro placer de jugar por jugar, queriendo escapar de sí mismo, creyendo que resultaría muy fácil. Eso sí, por estar pensando en la novia ausente ya que cada sota se la recordaba, el compa Quitito se olvidó de todo lo que sucedía fuera de ese perímetro donde se desarrollaba el juego de cartas. A la fecha la gente del lugar piensa que se pasa de ordinario este Quitito, porque desde que llegó y amarró a la bestia al tronco del mezquite de la entrada al rancho, jamás se volvió a preocupar por ella, por la bestia, según cuentan: al pobre animal ni lo desensilló, ni lo desamarró, ni siquiera le acercó un bote con agua, mucho menos algunas ramas para que comiera. A los siete u ocho días nomás se oyó el ¡púm!, cuando cayó de costado levantando un leve remolinito de polvo. Ni siquiera la última rebuznada pegó. ¡Dio lo que iba a dar!, fue todo lo que dijo el Quitito, mientras se servía otra mano de cartas tentando a la suerte. A los días como que sentía un poco enteleridas las corvas, medio encorvado de tanto estar culipegado a la silla de ixtle y ya como que empezaba a extrañar su casa, su amá y por supuesto a su Dulcinea. Se despidió de mi tío René, de mi tía Reina, de toda la palomilla del paraje y emprendió el regreso, llevando sobre sus lomos la silla del burro y sus arreos. La visión del cerro de la borrachera, los pescaditos de las posas, las parvadas de chacuacas, y el ligero correr de las chureas de los montes, las orejas de las liebres bajo los pitahayales y todo aquello que dejó por diez días, mas sus propios pensamientos, le hicieron apresurar el paso sin sentir los casi veinte kilos de montura que transportaba. Treinta kilómetros a buen paso no son nada, y ya estaba acostumbrado a cargar en vilo sendos fardos de leña, de carbón, de alguno que otro venado, becerro o chivo lepe. Insisto, los borregos cimarrones en esa zona son absolutamente sagrados, intocables. Para el Quitito, recorrer largas distancias y trepar los empinados cerros con un pesado bulto en el espinazo era cosa muy común. No estaba lejos la fecha en que el destino le sometería a una prueba más de su descomunal fuerza.
El caso es que regresó al Corral Viejo y no tardó mucho en reincorporarse a las labores cotidianas. -¿Y mi burro, primo?- le preguntó Pedro, el dueño del extinto pollino – Pos se murió pdimo- Bueno, pos qué le vamos a hacer. A los pocos días Pedro se enteró de la crueldad de la muerte de su jumento y le reclamó al Quitito la forma cruel en que dejó morir de hambre y sed al animal y le exigió una compensación económica, ya que no es lo mismo que hubiera fallecido de muerte natural, al casi asesinato perpetrado con alevosía -así es que me debes seiscientos pesos- le dijo. A pesar de que por Umí lo más que puede costar un burro son cien o ciento cincuenta pesos, el Quitito hombre de palabra, pagó dócilmente la cantidad exigida, no sin antes expresar a manera de sarcasmo: -¡Careculo (calculo) que no te vuá volvé a pedí otro budo pdestao, pdimo!-.
Diez días de suerte con la sota de oro, le presagiaban que su amor estaba mucho mas seguro de lo que creía y con renovado ímpetu y un brillo de decisión en las pupilas, una tarde de tantas, calculando llegar oscureciendo, emprendió el camino hacia la mesa de Umí. Al llegar al garambuyal, cuando el cielo despertaba en plenilunio (la tierra despierta en el día), el Quitito empalmó sus rudas manos y sopló en ellas, saliendo el aire de su aliento convertido en el suave cantar de una paloma pitahayera. Un solo vuelco dio el corazón de Margarita al escuchar el canto ya tan esperado y convenido. Como si se tratara de una contraseña india de alguna historia vaquera de Marcial Lafuente, Margarita, acostumbrada a la oscuridad, saltó al arroyo rumbo a los garambuyos, cargando bajo su indepilada axila un costal de envoltura de harina a manera de Samsonite que esmeradamente había preparado para la próxima cita, que ya había tardado demasiado. Hasta momentos antes, había estado tiple y más sentida que un cochito recién capado por el olvido del que se creía víctima, pero al escuchar el dulce canto, movida por un resorte invisible brincó del catre de jarcias en que se desvelaba y con prudencia, tomó el balotán que estaba debajo del tendido junto a la despostillada bacinica, y aferrándose a él enfrentó a la claridad nocturna, con el corazón en un hilo. No hubo lugar para reproches de olvido y cosas de esas. Sus pensamientos, al igual que los del Quitito, no necesitaban traducirse a palabras. Ambos se entendían basados en miradas y lo primero que comprendió el Quitito, al alcanzar a distinguir en la oscuridad del paraje la bandolera bajo el brazo de Margarita, era que sin medir consecuencias, sin mediar un altar y un cura, a partir de esa noche Margarita dormiría con él. En un instante su mente rupestre se trepó al limbo y empezó a soñar despierto como suelen soñar los que han sido alcanzados por los dardos enyerbados de Cupido. En eso estaba cuando: ¡Épale!, tronó la ronca voz de el papá de Magui, partiendo como un hachazo la noche serrana, al mismo tiempo que hacía sentir su presencia al lanzar el primer pajuelazo al aire tratando de amedrentar a quien creía solamente un merodeador de su honra. Nunca contó con que la cosa sí era en serio y en la oscuridad de la noche no pudo distinguir que junto con el ruidajero de las balas, también se iba su ternura hecha mujer. Sin esperar respuesta, afinó la puntería hacia donde estaba seguro que empezaba la vereda y cegado, le dio gusto al dedo hasta que ya no se escuchó más que un metálico cliquido, indicando que la dotación de balas había llegado a su fin. Instantes antes, el Quitito al escuchar las primeras detonaciones, presa de un gatuno sobresalto, saliendo de la baba en que estaba sumergido, urgió a Margarita a irse con él o quedarse, cualquiera de las dos cosas que decidiera sería para siempre, a lo que por respuesta obtuvo solamente un ¡Apúrate, Quitito!, ya que la bella dama le tomó una ventaja como de diez metros vereda abajo, hasta que una bala perdida, a manera de bitachi, pasó zumbando a cuarta y quemón de la oreja del atolondrado Romeo, quien de tres o cuatro zancadas alcanzó a la mujer de sus sueños y como si se tratase de una nube de algodón, liviana como el viento, la atravesó sobre sus hombros con una inexistente delicadeza, apremiado por el seco estamparse de las balas en la carne de los cardones y torotes, y el zumbido como de cientos de bitachis y moscorrones ronroneando sus orejas que le aconsejaban ¡pélate!. Voló más que corrió rumbo a la noche, quedando de aquel festín de pólvora, la sola huella de los huaraches del Quitito, hundida pesadamente sobre el estercolado y polvoriento revolcadero, testigo mudo del vuelo nupcial, de los primeros aleteos de los apenas iniciados amantes, desposados en el altar del silencio por la mano de Dios y bendecidos por el eterno polvo cósmico del desierto peninsular.
Tres días después…
-Oye, Quitito –le dijo mi tío Javier queriéndolo carnear- te cambio a mi vieja, por tu Magui, aunque sea por un rato, Quitito-.
-Se mihace que no se va poded, tío Javied, -contestó el Quitito -porque tuavía no la he estdenao
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me gustó mucho ese relato, por regional. muy al esilo chpyero9. felicidades Emilio Arce Castro.