Diciembre 1945.
En aquel remoto caserío., enclavado en una profunda y exuberante barranca, entre impresionantes pedregales y cerros acantilados, cuyo nombre, no quiero acordarme.
Plácidamente dormía una pequeña comunidad, donde sus ingenuos parroquianos no conocían las ambulancias, que cuando hicieron llegar la primera, el chofer, esperando ser recibidos con placentera algarabía, hizo activar las alarmas y torretas, para hacer notar su inesperado arribo, irrumpiendo con sus estridentes alaridos el silencio y la calma de aquella oscura y tranquila noche del mes de diciembre.
El retumbar del eco de la sirena en los estrechos acantilados, y las luces rojizas reflejadas en las crestas de los cerros, provocaron en sus ingenuos moradores, un pánico generalizado.
Algunos creyeron que los diablos andaban sueltos y se escondieron en los recovecos de sus aposentos , otros pensaron que la llorona había escapado del “merito” infierno, huyendo despavoridos por las solitarias calles en escandaloso tropel, Emulando un juicio final.
Al grado, que el Médico y las dos enfermeras que viajaban a una campaña de vacunación, tuvieron que consultar toda la noche a unos “apanicados” nativos a punto de ser colapsados, Pagando de esa manera, la desafortunada ocurrencia del chofer de haber accionado alarma y torreta, en tan infausto acontecer.
Virgilio Murillo Pérpuli..
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