Del Capítulo X
Mi papi venció a todos, pero llegué a creer que ahí quedábamos. Yo ni las manos hubiera metido porque eran muchos. Chiquitos todos, pero yo conté como quinientos o más.
Mi papi venció a todos, pero llegué a creer que ahí quedábamos. Yo ni las manos hubiera metido porque eran muchos. Chiquitos todos, pero yo conté como quinientos o más.
Mi papá se llamaba Ramón, pero por un tiempo yo llegué a pensar que se llamaba “finado”. El primer apellido de mi mamá era Castro, pero por un tiempo yo llegué a pensar que se apellidaba “viuda”.
Me acuerdo de ti como en segmentos, como en apariciones, como si jugaras a ser una fantasma y solo me dejaras verte a ratos: en esa orilla de la cama, sentado y con tus manos apoyadas hacia atrás para agarrar aliento porque ese corazón ya estaba muy maltrecho.
Te veo también al frente de nosotros, entrando al internando de la escuela Normal Urbana donde trabajabas (hasta la fecha el olor a pasto húmedo, como el que ahí había, me hace recordarte).
Cuando se decide hacer una estatua, lo menos que se le debe exigir al artista que se contrate, es que el encargo se parezca al homenajeado.
Es fundamental y debería establecerse en el contrato que se firme con el escultor y si acaso no lo logra, que devuelva las entradas.
Y es que el personaje que se quiere inmortalizar, merece respecto y la garantía de quien lo vea, sepa de inmediato quién es y no lo ande confundiendo con alguna otra persona.
No tengo ni idea de cómo estuviéramos viviendo este confinamiento sin la existencia de las llamadas redes sociales. No la tengo, por lo pronto, pero apenas empiezo la columna.