Ahora, que uno amaneció correteando recuerdos. Hace 11 años.
Mi madre se acerca cariñosa, menudita, a la cama de mi padre, postrado todavía, para ofrecerle un vaso con agua y un medicamento de las decenas de ellos que toma cada día; le pasa el brazo por la nuca y le levanta la cabeza. Hace esfuerzo, pues cada vez más, mi padre es incapaz de soportar su propio cuerpo. Levanta su cabeza y lo medio sienta. Él abre los ojos, los desorbita para enfocar aquella imagen y traga el agua apenas, ahogándose; entonces llego yo para auxiliarle y él me observa, con el vidrio de sus ojos opacos, con el rostro apretado, con una mano temblorosa buscando en el vació, ¿Quién eres tú?- me pregunta-¿Quién eres tú?-repite, y luego se recuesta; entrecierra sus párpados, como para hurgar dentro de sí un recuerdo que lo conecte a ese rostro diluido, a esa cara de asombro que lo observa angustiado.
Aparto con mis pies el orinal a un lado de la cama y me acerco, le tomo de la mano, le pregunto, y él me busca, seguramente escarmena sus recuerdos volátiles; bucea en medio del dolor y persigue esos peces luminosos que se escapan. Aprieta mi mano como para adivinarme en aquella presión, me esculca los nudillos, los recorre, ventea mi olor que se confunde con el olor a ungüento; me vuelve a preguntar para descubrirme en el tono de voz de la respuesta, persigue el nombre de sus hijos, de todos, los baraja con el temor de errar y entonces creo que me encuentra. Si, ese soy yo, Padre, seguro. Ese niño que estas viendo, rollizo, que apenas balbucea y estira sus manitas para que lo tomes en los brazos, ése, al que le haces señales con los dedos de la mano desde lejos, ése soy yo, ni dudes. Ése con el pañal de tela hecho bolas en la entrepierna, estorbando sus primeros pasos inseguros; ése con la inocencia del mundo sonriendo en su boca chimuela. Exacto, padre, muy bien, ¿Ya ves que adivinaste? El que voló temprano de la casa, y aprendió a lo lejos, a escribir de rebeldía en los muros y de sueños en su guitarra soledosa, en aquéllas noches tristes, polvorientas, en las que mi madre y tú oraban por todos sus hijos con denuedo. Ese ateo, irredento, irrespetuoso, que ves allá en el terreno de la Loma, husmeando las estrellas entre lata y lata de cerveza; ése, que va escapándose como gotas de olvido por las ramas de tu memoria vacilante, ése soy yo mi viejo.
Sonríe. Se recuesta de nuevo y se va, a perseguirse a sí mismo en sus tiempos de infancia, a recorrer de nuevo sus propios caminos recorridos, a buscar a sus propios muertos bienamados en aquella paz que ha de ser el volver a vivir de nueva cuenta.
Llega mi nieta, se sienta junto a mi, observa al bisabuelo y luego calla. La miro. En sus ojos se asoma un miedo indescifrable. Se acurruca conmigo y yo la abrazo como queriendo protegerla y protegerme, como deseando detener el tiempo entre mis brazos.
¿Tú vas a estar así, abuelo?-me pregunta- y yo la abrazo más, para que en el aire quede la respuesta a su pregunta intempestiva, para no tener que decirle que sí, que tal vez pronto; un día llegarás a mi camastro y verás en el espejo asolvado de mis ojos el miedo a no encontrarte, el miedo a perderte para siempre, el temor a tocar tu mano y no poder adivinarte, y la soledad de tener que preguntar ¿Quién eres tú? ¿Quién eres tú? un día, una tarde tal vez, cuando de repente llegues a mi casa y yo no te conozca…
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