Evocaciones de Sudcalifornia

De héroes y memoria

Juan Melgar

 

Era mi ídolo el Manuel, hijo menor de doña Chayito. Vivía en una casa que estaba a tiro de piedra de la mía. Su padre era leñador: con una recua reducida de burros (cuatro, cinco) salía del oasis con las estrellas moribundas del amanecer y enfilaba por veredas trabajadas por sus burros entre piedras volcánicas coloradas y ásperas. En alguna de las mesetas cercanas tupidas de mezquites bajaba los burriquetes de madera de los asnos y maneaba a la recua para sentarse a lonchar sus burritos de machaca de langosta en tortillas mantecosas de harina de trigo, emboquillados con frijol refrito. Ponía agua a hervir en la fogata para el café arriero de talega, y terminado el festín, con el sol apenas anunciándose en los picos de la sierra de Las Vírgenes, se iba a buscar brazos secos de mezquites, paloblancos y palofierros para cortarles leños del grosor de un puño y un metro de largo, con hachazos medidos, en diagonal, y estibarlos para hacer las cargas que repartiría a un lado y otro de los animales, sobre la tablazón de los burriquetes, en perfecto equilibrio. A veces, cuando el hacha pegaba mal en los palofierros, la afilaba con un triángulo de acero que llevaba en su alforja de cuero al costado derecho de su cabalgadura, un burrazo retinto de gran alzada, que él aseguraba era descendiente de los jumentos abisinios que trajera siglos atrás Manuel de Ocio, un cacique ganadero del sur de la isla.

         Pero ya me desvié en digresiones, al modo. Mi ídolo –también— era el hijo de don Manuel el leñador. Su fuerza y agilidad eran famosas entre la palomilla. Era capaz de bajar una pendiente pedregosa de malpaís a gran velocidad, calzado con guaraches de llanta, sin lastimarse, y conmigo sobre su espalda. Me fabricaba trampas piramidales para atrapar las robustas ardillas gritonas del palmar, con una piola y un haz de varitas de tallos de dátil trabajadas rápidamente con su breve cuchillo cachicuerno. Podía lidiar con zorros, mapaches, zorrillos, babisuris y coyotes con tan sólo una honda pedrera como arma milenaria, cual David. Era tan diestro hondero, que una vez –dicen— lo vieron cazar un venado de varias puntas con una sola pedrada en la cabeza, hazaña que lo convirtió en celebridad en el oasis.

         Nos perdimos de vista por veinte años: él se fue a la isla de Cedros a trabajar en no sé qué, y yo a La Paz, a estudiar no sé cuánto. Volvimos a vernos alguna vez en el oasis para recordar con cervezas y una que otra lágrima moquienta, los días dorados de mi infancia y su adolescencia, magnificados por la nostalgia.  

         ¿Han tenido ustedes un héroe infantil con tales atributos?  Ya no hay muchos de esos por estos territorios. Para un mocoso tierno actual, su héroe ha de ser el bato nerd que puede matar rápido y con eficacia desde la comodidad del sillón, con un mando electrónico, a un centenar de oscuros, silenciosos y veloces ninjas, con una metralleta de botón a la que no se le acaban los proyectiles. No me atrevo a juzgar si hay o no crueldad ante la sangre derramada –real la de los animales cazados por Manuel y virtual la de los ninjas— pero en ambas hay violencia, signo de nuestro tiempo de sicarios.

Nomás es cosa de adaptarse a los cambios, eso sí; porque héroes ha de seguir habiendo, lo que sea de cada quién.

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Juan Melgar
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1 comentario en “De héroes y memoria”

  1. Gaspar Verdugo

    Felicidades a Arturo, me parece un gran escritor, frescura en sus palabras tipicamente sudcalifornianas y una fina descripcion de la esencia humana del choyero.

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