Evocaciones de Sudcalifornia

De nacencias, «loquitos» y ciudad

Miguel Angel Aviles Castro

Cuando no se necesitaban eufemismos para amar a tus semejantes.

Uno era compasivo y misericordioso de todo corazón, qué más quieres, aunque te refirieras a ellos como los sorditos, los cieguitos, los mancos, los mochitos, los güilitos, nada pasaba, te podría decir que los querías y tratabas de que nadie les hiciera daño y les extendías la mano cuando andaban trastabillando en la banqueta o en la acera y si era necesario, muy voluntarioso los tomabas de la mano y les ayudabas a pasar la calle.

Te los encontrabas por doquier.

No había familia que no tuviera un pariente con esas características y entre todos hacíamos por ayudarlos.

Que yo sepa no se sentían menos y ni los escondían porque les diera vergüenza o cortedad.

Aparte de todo eso, hacían muchas labores que ni uno «bueno» y «sano» las llegaba a realizar; por eso los podías ver que cursaban la enseñanza con enjundia al lado de críos que tenían ambos pies o que escuchaban con los dos oídos o que no hablaban gangoso, una palabra tan usada en aquel entonces.

Amén de alguna crueldad que por ahí se dijera, todos los que al fin de cuentas estaban impedidos de algo andaban en el batallar diario y recibían un trato generoso.

Nada de tratarlos como si fueran de otro mundo y para hacer todo eso no había necesidad ni obligación ni ley alguna que te dijera que tenías que decirles discapacitados o personas con capacidades diferentes.

Hasta se me hace que se hubieran ofendido con tanta rimbombante distinción.

A lo mejor ni caso nos harían y de paso sentirían que hasta los estabas insultando o que les viste cara de marciano.

Por eso todos ellos andaban volcados en su risa con una vida terrenal que no los apartaba en una esquina como desdeñados.

Pobre de ti que lo hicieras, porque afloraba la conciencia y se te iban encima para que no anduvieras de abusivo con los cieguitos o los muditos, a los que con tanta ternura trataban porque eran iguales que nosotros.

Eso, mis amigos, lo supimos siempre.

II

Cuando existían personajes excéntricos, fantásticos, inigualables como El Chutino, que siempre andaba con la pata pelada.

El Poco Locuaz, que lo encontraron muerto a la orilla de una playa; El Ramoncito, que te pedía un peso a cambio de enseñarte los güevitos; El Juanón, que andaba con la barba crecida y lucía siempre un sombrero que olía a palma seca.

El Ruperto y La Pimienta, una pareja matrimoniada por la desventura, el alcohol y el tiempo. Y qué decir de Panchito el Loco, que comía en la primera casa que encontrara; El Conono, que según falleció en la plancha del quirófano, después de una torpeza de los doctores al tratarle de quitar lo que alguna vez llamaba gangoso.

La Mariana, que se pintaba una cruz en la frente con pintura de los labios; El Tatabe, de cuello largo como probeta que todavía anda por ahí.

Todos juntos en la ciudad de ellos; todo ellos en la ciudad bien juntos: era su vida de la que nos reíamos, como riéndonos de nosotros mismos.

Quién sabe si se darían cuenta. Y es que la locura nomás la conocen los que están así.

A lo mejor eran ellos los que se reían por dentro y nos veían como gente rara. Ni modo de preguntarles esas interrogantes ahora, si ya todos se murieron.

Y si queda uno por ahí, ya ni es tan famoso, porque cuando la ciudad crece con los años, todo cambia, y esos locos ya fueron sustituidos por otros nuevos, porque la locura siempre existirá, ya sea de nacencia o porque algo les suceda de chiquito.

La ciudad será su matria, los cuidará como bebés hasta que mueran, porque valen lo que pesan, y van poniendo la distinción de esa ciudad en cada calle, en cada chifladura, en cada risa ajena, punzante y despiadada.

Los verás correr, decir de cosas, hablar con el Sol y con la Luna, disparatar en presencia de un gentío, parar un carro con su cuerpo en pleno tráfico.

Ni modo de decirles que se vayan. Por qué habríamos de hacerlo: si después de todo, para qué queremos tanta lucidez.

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