Evocaciones de Sudcalifornia

El Chente Zúñiga

Arturo Meza

Vicente El Chente Zúñiga tenía entre sus propiedades una huerta muy bella, muy valiosa, bien situada al costado de la iglesia misional de San Ignacio, terrenos que hoy ocupa el Hotel La Huerta, tenía también un carro –tipo pickup- de un viejo modelo, sin placas, sin registro, que usaba para transportar mercancía en el pueblo y a las rancherías vecinas. Naranjas, uvas, dátiles, higos, hortalizas según la temporada, la huerta era magnífica, no le fallaba el riego de la acequia de los jesuitas.

Con cuenta a los productos de la huerta hacía transacciones mercantiles que no siempre resultaban, se cumplían ineludiblemente los plazos y había que pagar, dinero que –de momento- no tenía en su poder. No era raro que se ocultara para evitar los pagos, que acordara -muy a su pesar- con su esposa para negar su presencia. Los cobradores sudaban para cobrarle al Chente. Era escurridizo, en el arte del pretexto era un maextro, capaz de las maniobras más rocambolescas para no pagar, su promesa de “mañana, te pago” no tenía mucha credibilidad entre sus acreedores.

Tenía además una simpatía natural, un humor liviano que aun cuando el acreedor estaba fastidiado por la insistencia, cansado de esperar, las puntadas del Chente lo hacían reír, proferir algún madrazo porque el Chente no tenía remedio. Lo decía todo con una seriedad tal que desarmaba al interlocutor cuando reaccionaba tardíamente a la broma. A todo mundo trataba de “madre”, hombre o mujer, el Chente le llamaba “madre”.  Así sucedió la vez que el policía federal de caminos lo abordó en la carretera rumbo a Guerrero Negro.

Había que llenar el carro viejo y destartalado de hortalizas –zanahorias, tomate, papas, betabeles, cilantro, chile- era un cargamento valioso, en Guerrero Negro había escasez pero sobre todo, había dinero. La venta era segura, la oportunidad de oro, no podía dejarla pasar. Salió a la carretera rumbo al norte junto a su fiel escudero “El Coché”, llenó el tanque de gasolina y se lanzó rumbo a Guerrero Negro.

Nada podía salir mal aunque el carro tenía múltiples fallas, el motor tosía, hacía un ruido extraño, de pronto perdía potencia pero en el terreno plano, sin más exigencia que algunos vados, su marcha era aceptable, el motorcito se recuperaba y volvía a funcionar más o menos bien. A paso lento pero seguro el harnero devoraba kilómetros de carretera hasta que pasó por la desviación a Vizcaíno donde un federal de caminos aburrido, sin más que hacer, descabezaba medio sueño porque ya hacía más de dos horas no había movimiento. Apenas vio aparecer el carro de modelo antiguo con la defensa a punto de tocar suelo, el retrovisor colgado, el parabrisas estrellado, un faro roto, el cofre descascarado, las llantas lisas y aplastadas por el peso de la mercancía, se avispó. Sería una presa fácil. Eso pensó el policía.

El Chente se hizo el occiso, pasó ignorando la patrulla que ya había encendido las luces de la torreta, el federal aceleró, se metió en el camino del carro destartalado y lo obligó a parar, el Chente no tuvo más opción que orillarse y esperar que el policía se bajara, con la parsimonia del que se sabe dueño de la situación, de la patrulla.

El federal observaba con curiosidad el carro –mientras chupaba una paleta de bola- lo vio por delante, por los lados, era evidente que no traía placas-ni atrás ni adelante- se recargó en la puerta atrancada con una abrazadera y le pidió la licencia –no traigo- la tarjeta de circulación –no tengo. ¿Que pasó con las placas? –nada, no tiene. Y empieza el sermón. -No puede usted circular en este vehículo, es un peligro, está todo chueco, así no puede circular.

Cada vez que hablaba, el federal se sacaba la paleta para volverla a chupar. Entre plumas, lápices y cigarros, el federal tenía en las bolsas de la camisa una dotación de paletas. El Chente ponía cara lastimosa:

– Soy un pobre campesino que vengo a vender mi mercancía desde San Ignacio para que mis hijos no mueran de hambre, es todo el producto de mi huertita que levanté con tanto sacrificio, es todo lo que tengo, no me puede usted dejar sin mi único sostén. Le prometo que en cuanto venda mi mercancía arreglo las placas, la licencia, la tenencia. Mis hijos están flacos, enteleridos, los viera usted, éste producto es la única posibilidad que tienen para no morir de hambre- las lágrimas a punto de salir.

– Pero señor, no puede usted circular con ese vehículo, es un peligro en la carretera.

– Déjeme nada más llegar a Guerrero Negro y entregar la mercancía, le juro que lo voy a arreglar pero ahora no tengo dinero, en cuanto tenga arreglo el carro.

El federal se queda callado, la paleta le hace una bola en el cachete, se acomoda el cinturón, camina para allá, para acá, se rasca la cabeza, es obvio que a este hombre no le sacará ni un peso. Pero tampoco puede dejarlo ir, esa lata desvencijada no puede andar circulando, debería estar –mínimo- en un deshuesadero. Pero… Finalmente la carretera está sola y que me gano con detener a este hombre…papeleo, problemas ..

Hace como que habla por la radio y se dirige al Chente que espera sentado al volante, el Coché de copiloto.

– Mire señor, por esta vez lo voy a dejar ir pero solo por ésta vez, venda su producto pero luego arregle los papeles del carro –el federal no suelta la paleta- no quiero verlo más por este tramo, si lo llego a ver, lo voy a detener y decomisar su carro.

El Chente esboza una sonrisa, estira la mano le saca una paleta de la bolsa de la camisa al tiempo que le dice -¡Gracias, Madre!, el policía sorprendido vuelve la vista a la bolsa cuando ya le está sacando otra paleta –y otra pa’l Coché-.

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Arturo Meza
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