Era uno de los primeros pacientes que me tocaba atender, como cirujano, en los servicios de urgencias del Hospital Salvatierra. Un hombre maduro de unos cuarenta años que había desarrollado una pancreatitis aguda por culpa de unas piedras de la vesícula biliar que se metieron a una vía donde no deberían meterse. En cinco días la pancreatitis curó sin complicaciones. En la misma hospitalización, sin darlo de alta, había que operarlo, extirpar la vesícula y sacar el cálculo que se había encajado en el conducto biliar. Fue una larga operación: la piedrecilla no salía. Batallamos durante casi seis horas hasta que finalmente, al cuarto intento, la maldita piedra salió, ante la zozobra de su primo, un excelente médico internista que, en ese tiempo, era el encargado de la Unidad de Terapia Intensiva del Hospital Salvatierra.
El paciente, era un hombre simpático, dicharachero, hablantín, que en todo momento se encomendaba a dios. Cualquier cosa, respondía que dios estaba presente y le ayudaría. Al otro día de la operación, las cosas no estaban bien, tenía fiebre elevada, el intestino no funcionaba y el dolor era intenso. Su primo nos ayudó con la analgesia, cambió de medicamentos, consiguió los mejores, ensayó métodos y nada, el dolor seguía en el centro de nuestras preocupaciones. Estaba, de nuevo presente el fantasma de la pancreatitis. Al tercer día decidimos volver a operar. Había que hacer una exploración. En efecto, el páncreas estaba deshecho, abundante líquido en el abdomen y buena parte del intestino oscuro. Se había quedado sin circulación, teníamos que extirpar el intestino muerto que empezaba a tener mal olor. Era tanta la afectación intestinal que, después de extirparlo, solo quedaron 50 centímetros. Una situación incompatible con la vida… o eso pensábamos.
Hablamos con él, le explicamos la situación. Que había que alimentarlo de una manera especial, que el asunto era grave. A todo respondía que su señor dios intercedería, que la fe mueve montañas, que Jesucristo todo lo puede, que todo lo dejaba en manos de dios. Unos dos – tres días buenos y regresa la fiebre, los ruidos intestinales no se escuchan, el abdomen se pone duro y doloroso. El ultrasonido nos revela una colección cerca del páncreas, por detrás del estómago. Era un absceso por una perforación del estómago, que al abrirlo, drenó cerca de medio litro de pus. No había manera de cerrar el abdomen, la desnutrición, las múltiples operaciones habían dañado los tejidos de la pared abdominal que se desgarraba con los puntos de sutura, decidimos dejar el abdomen abierto. En la Terapia Intensiva se complicó con una neumonía hospitalaria, luego con infección de vías urinarias y a los quince días de estancia en le Terapia Intensiva, septicemia por el catéter central. La fiebre seguía día y noche, bajaba de peso, la piel pálida, el pulso rápido, jadeaba para respirar. No dejaba de encomendarse a dios, a entregarse el todopoderoso. Sabía que dios lo salvaría. Estaba seguro.
Cada vez que hablábamos con él para explicarle la nueva complicación respondía con esa fe envidiable; que su fe en dios triunfaría, que dios lo tenía reservado para cosas superiores. El sufrimiento, parecía, era su aliciente. Era el tipo de sufrimiento del cristianismo primitivo, de mortificación del cuerpo, en que la vida espiritual es primordial y el organismo una carga que habría de soportar. El cuerpo como un vehículo, un transporte, un envoltorio, un paquete. Aguantaba todas las pruebas con estoicismo, encomendado, siempre, a dios. La fe era inquebrantable.
Llegó a estar en situación agónica. Eran las últimas respiraciones, trabajosas, penosas, con un gran cansancio. Una noche me hablaron para que acudiera al fin, estuve toda la madrugada esperando. Cada respiración era la última. Quería decirle que dejara de luchar, que era demasiado. Cuando amaneció, Rosendo –luego me platicaría- estaba entrando a un túnel oscuro, que tenía, a lo lejos una luz clara y resplandeciente, hacia allá se dirigió, habló con un ser luminoso, de barba luenga, túnica blanca, que flotaba sobre de una nube blanca, como si fuera algodón. El ser le dijo que no era su hora. Desde entonces, desde ese día, desde la agonía de más de 24 horas, empezó a mejorar. La fiebre desapareció, mejoró el color, los signos vitales eran estables, empezó a tener movilidad en las piernas y brazos. A la semana cerramos el abdomen y al otro día se levantó a caminar. Comía la comida del hospital y pedía colaciones entre comidas. Había bajado más de veinticinco kilos en todo el proceso. Empezó a ganar peso, se notaba.
Después de tres meses en el hospital, los últimos quince días mejoró ostensiblemente, era casi milagroso. No se podía explicar. Retiramos sondas, drenajes, medicamentos, exámenes de laboratorios, radiografías; caminaba alrededor de la cama, después por los pasillos. Una noche, burló la guardia de seguridad y salió a vagar por la calle aledaña al hospital donde lo encontré. Quería darle las gracias a dios.
Finalmente lo dimos de alta. Ningún agradecimiento a nosotros, todo a dios. Lo vi dos veces en la consulta externa. En la cicatriz quirúrgica había desarrollado una hernia que habría de reparar, aunque deberíamos de dejar pasar, al menos un año. Tal cosa no se pudo hacer porque, un día por la mañana, su primo, el médico, me alcanzó para informarme: – a Rosendo lo atropelló un carro, está en urgencias- Vamos a verlo- Cuando llegamos ya estaba muerto.
Incomprensible final de un hombre de fe. Recordé, de inmediato, aquel poema se Sabines que empieza “Me encanta Dios. Es un viejo magnífico que no se toma en serio. A él le gusta jugar y juega, y a veces se le pasa la mano y nos rompe una pierna o nos aplasta definitivamente. Pero esto sucede porque es un poco cegatón y bastante torpe con las manos.” El dios de La Tía
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