Evocaciones de Sudcalifornia

El sicariato de mamá

Miguel Ángel Castro Avilés

…Iba por él, lo amarraba o lo traía a fuerzas, lo tenía cautivo y, llegado el momento o dada la orden, lo sacaba de donde lo tenía incomunicado, lo ataba de las manos y después de amarrarlo a un árbol o llevado al sitio de la ejecución…

Estoy completamente seguro de que si a mi madre, hipotéticamente, alguien la hubiera convencido para pertenecer al crimen organizado, o se ve en la necesidad de hacerlo, estaría entre las mujeres más temidas por esa forma de acabar con sus rivales.

Yo no sé a qué cartel estaría favoreciendo ahorita. —Estos, los otros o Los Zetas— si es que la reclutan a tiempo desde que era más joven, hasta antes de que ese cáncer hijo de tal por cual, nos traicionara a la mala e hiciera de las suyas, ni a partir de qué alias se reconocería su fama hoy, pero de que mi amá le sabía al asunto de terminar con la vida de un ser vivo, de una forma nada eutanásica, le sabía y lo mismo le daba agarrarlo por el cuello y desnucarlo que enterrarle un cuchillo filoso (o una sica, aquella espada curva originaria de la región de Tracia, cuyo uso para matar, haría necesaria la Ley Cornelia sobre apuñaladores y envenenadores y a su vez trajo consigo la palabra sicario) en las costillas para que, del sacrificado, emanaran borbotones de sangre, gracias a quien se acostumbró a ese trabajito o, de lo contrario, su familia no comía.

Eso lo aprendió desde antes, como una práctica heredada, pero sobre todo aprendida de sus ascendientes donde esto que ahora mi santa madre practicaba, era moneda corriente en ese pedacito de tierra donde fueron sus orígenes y alguien —su abuela, su tío, hermano— la necesidad o la bondad de un dios a quien le apostaban todo —le enseñó a no tener piedad si de por medio estaba la sobrevivencia o el querer estar aquí entre nosotros y seguir viviendo.

Entonces le entró al quite, lo entendió todo y empezó a clavar verduguillos en cuanto animal era necesario y así se fueron pasando los años, hasta que ese aprendizaje supo llevarlo a la casa suya donde estaban mirándola a los ojos, unos niños y unas niñas que no pedían quién les respondiera sino quien les podía resolver lo más inmediato.

En gallinas, patos, chivos, borregos, guajolotes, caguamas, pollos y demás especies, vi a mi madre, clavar en su tórax lo que tuviera en mano o torcerles el pescuezo hasta desnucarlos y así ponerle punto final a una agonía, si es que eso era suficiente porque lo que seguía era peor y aquellos hijos que observaban la ejecución, mejor optaban por cerrar sus ojitos, para luego hacerse los disimulados, lo que no quiere decir que te volvieras ojo de hormiga y los permitieras todo, inhumanamente.

Pero uno da por hecho y sabía de que a lo que mi madre le estaba dando matarile, era comestible y por tanto se puede decir que era una razón famélica, no que ella anduviera buscando, sádicamente, a quién destazar o meterlo de cabeza a una olla con agua hirviendo, sino más bien, lo que buscaba era darle respuesta al día a día, con tal de que sus criaturas no se fueran a dormir con el estómago vacío.

Estoy seguro que ya me están entendiendo.

No obstante, quiero dejar constancia que, por los motivos que fuesen, la autora de mis días era así porque fue eso lo que vio y aprendió. No quieran ahorita cobrarle facturas infundadas o prescritas, si al fin de cuentas, luego de estirar al máximo las interpretaciones jurídicas, de estar aún viva puede que alguna excluyente de responsabilidad le favoreciera y por tanto, a pesar de su tipicidad, la liberara del delito.

Como, lamentablemente, perdió la batalla contra el cáncer, entonces su muerte extinguió la acción penal, así como las sanciones que se le hubieren impuesto y en cuanto a posibles reclamos con respecto a la reparación del daño, providencias precautorias, aseguramiento y la de decomiso de los instrumentos, objetos o productos del delito, por una parte me parece que nadie de los posibles dueños de esos animales alzará la voz y por otra, todo aquello que pudo haber utilizado para cometerlos, el tiempo y el uso los fueron destruyendo o quedaron arrumbados en un patio lleno de hojarasca donde acaso nada más quedan huellas o vestigios de nostalgia.

…tomaba el arma indicada para la ocasión el cuchillo, el hacha, sus propias manos y sin compasión, de manera impune, la hundía en el órgano que era mortal por necesidad o lo desnucaba si así lo ameritaba el caso, dándole vuelta a su cuello en repetidas ocasiones como si le diera cran a un carro antiguo. La víctima moría al instante o después de agonizar por un ratito. Cerciorada de esto, ella sola o con la ayuda de un tío o su cómplice en turno, destazaba el cuerpo hasta que, en el lugar de los hechos, no quedaban ni rastros de él…

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Miguel Ángel Avilés Castro
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