EL YEPIZ
Me acuerdo cuando al Yepiz le dieron un pelotazo en la cabeza y a los pocos días se murió. Acabábamos de entrar a la secundaria y, del grupo, él era hasta entonces mi mejor amigo.
Decían los conocedores que tenía un gran futuro en el béisbol. Pero se puso a jugar una cascarita en el CREA y le tocó la mala suerte de que le pichara uno más grande que él y le mando una fuerte bola con tan mal tino que le pegó en el puritito temporal.
A partir de ese momento rondó la muerte; su entrenador le dijo que se echara agua y se fuera a su casa a descansar. Así lo hizo, pero fue para siempre. Le dio unas pastillas para el dolor, y se acostó a dormir; El Yepiz ya no despertó. Le descubrieron un coágulo en el cerebro y estuvo en coma como tres días hasta que lo declararon clínicamente muerto.
Alejandro Yepiz Ojeda, El Yepiz o “El Quino” tenía una piel de piñón y una voz de maldad adolescente. Su cara se arrugaba como si siempre lo anduviera encandilando el sol y su pelo lacio, le caía hasta el borde de su frente como casco.
El Yepiz sabía reírse y mucho. Lo supe cuando a los días de conocernos, nos bromeábamos, como si ya lo conociera desde antes. Vivía cerquita de la escuela, bien me acuerdo y él se echaba a andar a pie, como lo hacíamos casi todos hacia nuestras respectivas casas allá a principio de los años ochenta.
“Quehubo Mi mijija” decía, y yo le respondía lo mismo como provocando nuestra hombría y él apretaba los dientes como lo hacen los ventrílocuos cuando hablan. Afloraba una risita de malo y fintaba un golpe retándote a pelear.
Esa es la imagen difusa que tengo del Yepiz, como le decíamos entonces y como hasta la fecha lo seguimos nombramos. Vine a saber que le decían El Quino cuando recibió ese golpe y cuando en el periódico anunciaron su muerte.
Algunos hacemos cuentas y no nos salen: pudo estar sólo un año en el grupo, pudo quedar inconcluso, parece que fue casi al llegar las vacaciones, pero pareciera que hubiera sido mucho tiempo o que todavía anda por aquí.
De pronto fuimos enterándonos de lo que pasó: les decía que fue un pelotazo fuerte que le dio el pícher en la cabeza , con esas pelotas que le llamábamos “reglamentarias” y que son bien duras, aunque no tanto como la noticia de saber que el Yepiz se nos había ido.
A esa edad el dolor es invisible pero es grande, muy grande y uno lo deja adentro como en reposo para hacerle un guiño a la vida y seguir jugando pese a todo.
A esa edad uno sabe tan poco y toda palabra que va llegando la masticamos y la vamos poniendo en un montoncito de lenguaje por más rara que sea. Fue por esto que le pasó al Yepiz que escuché por primera vez la palabra coagulo.
El lo tenía en la cabeza, pero escuchar decir que “El Yepiz” tenía un coagulo, para mí, hasta ese momento era lo mismo que saber que “El Yepiz” tenía una pelota, una bicicleta verde, un carro de baterías o un trompo: una vida.
Ahora podemos saber que un coágulo «de sangre» (dicen los expertos que no hay de otros) en el cerebro se llama embolia, y si hubo un traumatismo previo (el golpe fuerte en la cabeza como el pelotazo) y una hemorragia, puede reabsorberse y no pasar de allí, pero si no, entonces el coágulo nos puede dar un accidente cerebral vascular, embolia.
Esto no vayan a creer que me lo se de memoria. Hoy a más de treinta años de distancia que Él Yepiz se fue ¿se fue? hay internet y toda la cosa y de ahí lo saqué pero en aquel entonces no había nada de esto ni la ciencia médica estaba tan adelantada para evitar que El Yepiz se nos adelantara a nosotros. Pero si El Yepiz sabía o no sabía que era un coagulo, él lo hubiera traducido a su manera: “traigo un buen chingazo en la cabeza”.
Ya no pudo decirlo. Después de enterarnos que el Yepiz dormía y dormía y dormía, casi a la semana nos dijeron que se murió aunque algunos decían que ya estaba muerto desde antes, pero nomás prolongaban la mala noticia para que en su casa hubiera una esperanza.
Ahí en su casa, precisamente, lo velaron. No se si pasó así, pero yo bien me acuerdo que nos recibió una resolana y una tristeza infinita porque El Yepiz estaba adentro, y por mas que quisiera, no podía salir a recibirnos.
Como algunos otros, yo también me acerqué a la caja y ahí estaba “El Yepiz” con su cabeza a rape y un chichón que apenas se veía. Para mí que no era él, quise hacerme a la idea, porque el que pudo ser mi mejor amigo no tenía la piel de piñón ni su voz de maldad adolescente. Tampoco su cara arrugaba como si siempre lo anduviera encandilando el sol ni su pelo lacio, que le caía hasta el borde de su frente como casco.
Lo vi por última vez en el panteón cuando llegamos los del grupo, muy uniformados, para decirle adiós.
Era una tarde de esas donde pasan los minutos y no se quiere meter el sol.
Me acerqué, como otros, al borde de la fosa y pusieron al Quino a un ladito.
Había una lomita de tierra recién excavada y ahí me subí.
El Quino fue bajando y luego también bajaron cosas que era de él y se las llevó para donde se van los muertos, que quien sabe a dónde irán.
Él y yo nos hicimos una seña de amigos como despidiendonos, que nadie vio: es que todos tenían los ojos nublados.
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*Del libro de crónicas El Diario de Mi Ciudad .Instituto Sudcaliforniano de Cultura, 2016.
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