Del libro El Corral Viejo, de Emilio Arce, la versión completa del cuento
“Asterio”
(Retrato de un día como cualquier otro)
Bueno, pues la tía Veva entraba y salía de la cocina en un solo trajín, como trenecito de pilas, de esos que corren en unas vías de juguete en forma de ocho, con ese constante chifleteo cuchicheado igual de enfadoso que el carro de la nieve; como cuchillito de palo de esos que no cortan pero cómo joden, renegando en voz bajita, pero sin cesar, por el asunto de los mencionados huevos. Cuando se le acababa el aire por la nutrida verborrea, jalaba aire para adentro pero sin dejar de hablar. Haz de cuenta José José bien pachequiux cantándole a la almohada, pero como a setenta y cinco revoluciones por minuto. Don Asterio, hasta el tope ya de tal monserga, porque la machaca no fue de un ratito ni de dos, no vayan a creer, sino que ya se prolongaba demasiado; por toda la santa mañana y con miras a durar toditito el bendito día. Harto ya de tal asunto, les decía, en unos instantes anteriores mi tío Asterio, de adrede, había aventado un mecate por arriba del palo travesaño del caballete del corredor, y había lazado al perro del pescuezo con un nudo aparentemente corredizo, pero era en realidad una jáquima o arnés.
Por el puro arrastrar de las chancletas de su mujer, mi tío Asterio cameló el instante en que ésta iba a salir de la cocina, y justo entonces, en cuanto ya casi iba a asomar la chancla y su pantorrilla indepilada, tiró de la soga hasta que el perro se fue levantando del suelo como metro y medio arriba del nivel del piso, izado al aire en el improvisado patíbulo, sacando la lengua enredada en una leve espumita que se le escapaba por la comisura de los belfos.
Cuando ahora sí ya sale Doña Veva de cuerpo completo de la oscuridad contra luz de la cocina, deslumbra la puerta al ser iluminada por el sol que de golpe le dio de lleno a su amplia figura con su holgada falda color amarillo limón estampada con verde yerbabuena chillón, pañoleta del mismo color y blusa color buganvilia claro y fosforescente, refractando en la estancia unos resplandores ambarino-violáceos, como torreta de la chota en lo oscurito buscando a media quincena quien le pague el chivo, o algo así.
Mi tío Asterio, aún encandilado y prendido a perpetuidad de su belleza de gitana, le grita:
-¡Mira, ya, para que te calles!-
Tía Veva voltea y al ver la espeluznante escena del perro ahorcándose, oscilando lúgubremente del mecate que lo sostenía aperingado del cogote, nomás exclama:
-¡A-Asterio!- y al tiempo que se le engüilan las corvas, se lleva dramáticamente el antebrazo a la frente, enfoca con los ojos pelados sus propios hemisferios cerebrales y, cuan primera actriz, lentamente se fue yendo para atrás en caída libre, como diva en epílogo, aplanando las sentaderas, levantando las de galopar y retratando a Don Asterio con un flashazo pantaletero de color incierto, desvanecida y semi desmayada, desparramándose en el suelo ante la terrorífica visión del perro consentido de su fiel marido, columpiándose ahorcado, sacrificado por su propia mano, según ella. ¡Per mea culpa! (Por mi culpa. Nota del Milo.)
Inmediatamente, sin que la tía Veva lo pudiera ver debido a la posición horizontal que ésta ocupaba desde la perspectiva de su ubicación en el piso, -ha de ser-, Don Asterio Castro soltó la cuerda que, arriándose de tajo, cedió por gravedad al peso del can -por cierto, de muy dudoso pedigrí- mismo que, ya en suelo firme, medio turulato, sacudió la cabeza y lamió la nariz de su amo, quien le guiñó un ojo a manera de complicidad sobándole y acariciándole el pescuezo.
-¡Lo matastes, Asterio!- exclamaba mientras tanto histriónicamente Doña Veva, pataleando y dramatizando la voz como si fuera alumna de actuación del Poncho Álvarez Bañuelos, desde el centro del escenario, bañada por los reflectores del astro rey, mientras Doña Ascensión, acuclillada en el piso, vestida de un azul medianoche estampado de medias lunas blancas, como de gala en haloween, pensando en una voz inusualmente alta y grave para que Asterio la escuchara echándole la curcia que “Dios te va a castigar”, le ungía la nuca con alcohol del noventa y seis a su vástaga pa’ bajarle el latido y le daba a sorber un buche de agua con azúcar en el vaso de peltre.
– ¡A ti, Veva, te güá venir matando de una nalgada un día de éstos si no te callas de una buena vez, ni dejas de estar con la cantaleta del perro y de los huevos, vas a ver’n! – gritó con media sonrisa en los labios Don Asterio Castro haciéndose el muy encabronado, dando punto final al escabroso y multicitado asunto, mientras su perro, “el comecuandohay”, ya repuesto del susto, meneando la cola lamió el rostro de su amo y puso patas en polvorosa, dejando todavía un leve tufillo a huevo en la nariz y en el cachete de Tío Asterio, quien lo siguió rumbo al arroyo para carcajearse (ambos) a sus anchas, hasta que de nuevo le empezaron a doler las costillas, pero esta vez de tanta risa. El pinchi perrito, hilarante, nomás se revolcaba aullando en el arroyo con las patitas pa’ arriba.
¡Auuhh!
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