Desde el descubrimiento de Kadakaman en 1706 por “El siciliano” Francisco María Píccolo, es el Padre Juan Luyando quien se encarga del desarrollo de la misión de San Ignacio en 1728 ubicada en el arroyo de El Carrizal, habitada por cochimíes. Después de varios intentos y edificación de capillas efímeras, es el gran Fernando Consag quien planea e inicia la construcción de la actual Iglesia de San Ignacio que llevó casi 60 años terminar. A la muerte de Consag es el Padre Sistiaga quien se hace cargo hasta la expulsión de los jesuitas y es el Padre Juan Crisóstomo Gómez, de la orden dominica quien concluye la obra.
Es, sin duda, la mejor construida y conservada de las misiones. Es una ciudadela que cuenta con un convento, una troje, recinto de los misioneros y habitaciones de indios; una bodega y un patio. En la parte posterior hay una alberca y una huerta de frutales. Al frente la iglesia con atrio y nueve escalones al exterior.
Fue construida con bloques de piedra volcánica de 120 centímetros de espesor que la ha hecho tan resistente y tan bien conservada. La fachada de la iglesia es ornamentada con bajorrelieves y esculturas en nichos de los cuatro apóstoles. En su interior destaca el gran altar barroco de madera labrada y chapada en oro, con siete óleos y una estatua de San Ignacio de Loyola. La nave principal tiene dos entradas laterales con acceso a los patios de la misión, espacio iluminado por medio de ventanas rectangulares entre una cornisa que une los capiteles de las pilastras y los arcos de medio punto que sostienen las bóvedas, además, una segunda una planta para el coro arriba de la entrada.
El esquema iconográfico del retablo mayor es tríptico en el panel central; el primer cuerpo tiene un sagrario del Corazón de Jesús; en el segundo una escultura de madera representando a San Ignacio y en el remate una pintura al óleo de la Virgen del Pilar enmarcada en forma de medallón. En el panel izquierdo se observa una pintura al óleo de San Vicente, otra de San José y el niño Jesús, como remate una pequeña pintura de San Pedro y San Pablo. En el panel derecho se encuentran también pinturas al óleo enmarcadas, representando a Santo Tomás de Aquino, San Juan Bautista y un obispo. Todo el marco es de madera en color oro.
En los altares laterales se aprecian otras obras de arte: una talla de la Virgen de Guadalupe, una pintura del nacimiento de Jesús, una del Papa San Pío V, otra de la Anunciación, una de Santiago Apóstol, una pintura al óleo de Jesucristo ante los doctores de la iglesia, el bautismo de Jesús y la imagen de Magdalena.
Finalmente, el retablo izquierdo de la nave, en orden semejante al derecho, exhibe una talla del Sagrado Corazón de Jesús y pinturas al óleo de un santo dominico, Santa Bárbara, Santa Catarina, Santa Inés y otros santos no identificados.
Asistir y escuchar misa en este monumental recinto es algo prodigioso, aviva la devoción, intensifica el fervor. Por esa razón a la señora Lilia Asiain, esposa de Don Rigoberto Garayzar, conocido comerciante de Santa Rosalía, le encantaba asistir a misa los domingos en San Ignacio. Muy temprano el matrimonio se preparaba para recorrer los 75 Kms entre ambos pueblos para llegar, justo, al inicio de la misa.
La señora entraba a la iglesia y Don Rigoberto que gozaba más con la brisa que corre en la plaza frente a la iglesia bajo el cobijo de los colosales laureles de la India, poco después de empezar la misa, se salía, discreto y sigiloso, para sentarse en un una banca de la plaza a ver pasar gente y esperar a su esposa.
El ambiente apacible, bucólico; las rachitas del vientecillo colado de los palmares; el silencio apenas roto por voces lejanas, algún carro que pasa, un perro que ladra; el movimiento bamboleante de las ramas bajas, el sonido distante de una ave anhelante, la sombra gigantesca que oscurece el lugar también va oscureciendo la conciencia y Don Rigoberto en la medida que se abandonaba a merced del arrullo, después de dos o tres cabezazos en medio de la somnolencia, también abandonaba su cuerpo que se resbalaba, poco a poco, de la placa de cemento perdiendo, con cierta gracia, la estricta vertical. Cuanto más la modorra se profundizaba, ya sin ningún pudor, sueltas las amarras, se entregaba a un manso deliquio que se perdía en los insondables dominios de Morfeo.
A punto del ronquido estaba Don Rigoberto, cuando un lugareño se acerca, lo observa de arriba abajo, se percata que no es personal de la localidad, que es fuereño, le toca suavemente el hombro pero Don Rigoberto no se mueve hasta que lo sacude con cierta fuerza, es cuando despierta sorprendido, voltea a todos lados -¡¿Qué pasó?!- pregunta. -¿usted no es de aquí, verdad?- le dice el ignaciano – No- responde Don Rigoberto aun adormilado con un ojo cerrado –pues despiértese y póngase derechito porque por personas como usted, que vienen a dormir aquí, luego dicen que nosotros somos los huevones-
No le quedó más remedio.
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