… Recuerdo que había tenido que irme a vivir junto a ella para cuidarla en los últimos años de su vida a pesar de que mi viejita , aún después de los ochenta, reclamaba con energía su soledad, porque ella aseguraba que quería tener la “libertad de andar por los rincones de su casa hablando con el fantasma de su viejo, a la hora que ella quisiera, sin que nadie le anduviese preguntando con cierta impertinencia lastimosa -¿Con quién hablas, Choma? ¿Eh? ¿Con quién hablas pues, que yo no veo nada?” -y por las noches sin recato alguno, abandonarse plácidamente en el camastro y dormir a pierna suelta para esperar en la misma esquina de siempre de su sueño y verlo aparecer, sin las arrugas de la vida, sin la tristeza de la muerte, sin el rictus del dolor encerrado en su ceño, con la picardía de toda la vida en sus ojos y con la promesa inevitable de cada noche:
-Un día de estos te vuelves a fugar conmigo como aquella tarde ¿Eh, Chomita? ¿Te animas? -y le sonreía coqueto, con aquel fulgor de su blanca y pareja dentadura –pero esta vez para toda la vida Chomita -terminaba diciéndole.
-Querrás decir para toda la muerte, viejo pinche -evadía la Choma burlonamente -y las carcajadas de ambos resonaban por todos los rincones del sueño hasta que mi viejita despertaba, todavía con la sonrisa fresca del amor entre sus labios»…
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