Ismael Ávila Camacho (a) “el Chaparro”; “¡el sin apellidos, le dicen, al vato!”. Decía siempre, de sí mismo. Hombre de cuna sinaloense. Nacido en la comunidad de Escuinapa. Herrero de oficio, además de ser un tipo afable, un despreocupado bromista y un irremediable chicharero; y a pesar de que actuaba, siempre, definiendo a pie juntillas cualquiera de sus citadas personalidades, con una religiosa devoción, logró eternamente, sin embargo, ser un grande amigo.
Uno de tantísimos buenos días me tocaría la suerte divina y acompañé al menor de sus hijos hasta el altar para su primera comunión; nos convertimos en compadres.
Lo conocí cuando trabajábamos para la compañía minera Rofomex. Empresa instalada sobre los yacimientos de fosforita en la comunidad de San Juan de la Costa, a orillas de la bellísima y verdeazulada Bahía de la Paz, que luce bajo el límpido azul del cielo como un enorme y brillante espejo semejando una gigantesca alberca de suave oleaje que acaricia.
En estos tiempos yo acababa de concluir mis estudios profesionales y estaba integrado a la planta productiva en las instalaciones de la empresa, donde había tenido, años atrás, la suerte de ser becado y gracias a ello, poder accesar a la posibilidad, real, de estudiar la preparatoria y mi carrera; él se desempeñaba como “supervisor” en el área mecánica; un departamento que lideraba, con gran atino y como gerente del departamento, un hombre cuyo origen y ascendencia es española, de nombre; José Vicent García. Y serían, precisamente, las raíces hispanas de nuestro amigo y gerente, José Vicent, la causa y motivo de inspiración de las innumerables bromas que mi compadre “Chaparro”, le jugara.
Se sortean entre una nutrida y muy variada gama; de modos y formas. Desde apodarlo “Benancio”, fingiendo el tono, con su particular modo en la voz, a lo gachupín; aludiendo a su origen español. Y hasta llegar a coleccionar, perfectamente enumeradas en las bitácoras de trabajo, todas las llamadas de atención y regaños que su jefe le propinaba… hasta donde yo sé…, ninguna fue inmerecida.
José Vicent había tenido la oportunidad de recorrer una buena parte de nuestro país, desenvolviéndose como un técnico, en mecánica, manifestando por donde se le viera, enorme eficiencia y gran creatividad. Poseía un carácter aventureramente feliz. Irradiaba, sobre su persona, un aire de ésa misma personalidad; melena larga y un tanto desaliñada, que no alcanzaba a esconder, ni cubriéndola con el casco de protección; su barba crecía abundante y se cerraba a un bigote espeso y amarillento, pincelado ese color, por cierto, debido a los efectos de la nicotina; fumaba en cantidades industriales. Y su afición a la bebida, era por demás, enorme. Como resultado de sus aficiones, su voz se tornaba un tanto aguardentosa, y cuando tosía; parecía como si se le fueran a desternillar los pulmones, para hacer explotar su caja torácica.
En alguna ocasión platicando con José Vicent, me comentaba que en razón al apodo “Benancio” que tanto utilizaban para referirlo, tanto el Chaparro, como casi toda la raza que trabajaba para la empresa, pues lo peor es que, poco a poco se había ido generalizando entre la mayoría de compañeros el apodo como un saludo normal; me decía, pues, que en España, nadie, absolutamente nadie, lleva ese nombre. Y entonces exclamaba fúrico;
—¡Pues nada, qué va a ser! ¡Que todos allá, en España, nos llamamos como ustedes los mexicanos, ¡cabrones!; Josés, Pedros, Marías, etc. ¡Pero ninguno, ninguno se llama Benancio, qué coños!
El compadre nunca tomaba nada en serio, nada. Ni su trabajo, a veces. Aunque nunca lo hizo mal, para que más que la verdad. De todo lo demás, por cualquier cosa, era motivo de vivirlo en broma. Tanto qué, por ejemplo; decía que para que él hubiera nacido, tuvo que morir Pedro Infante, ya que la fecha de su nacimiento, el 15 de abril de 1957, coincide exactamente con la fecha en que el gran ídolo mexicano, falleció.
Pequeña estatura. Vientre abultado. Piernas corvadas. Desaliñado siempre, hasta en las fiestas. Mi compadre no cambiaría jamás sus formas, ¡ni por el amor de dios!
Se presentaban tiempos de crisis, y por supuesto que llegaban las afectaciones monumentales, también, hasta la “Roca” (modo rápido y práctico de citar la empresa para la que trabajamos) Se llevan a cabo una serie de imprevistos, pero necesarios, recortes de personal. Se convoca a los trabajadores para participar de las liquidaciones; bajo el régimen de retiros voluntarios. El Chaparro, mi compadre, se enlista en ellos, como uno más, entre los tantos que tomaron esa decisión.
Con los recursos obtenidos, producto de su finiquito, tomó la decisión de instalar a partir de entonces, en el patio de su casa, su taller “propio”, y es ahí donde se dedicaría a realizar todo tipo de trabajos de herrería. Desde ese lugar, trabaja desde entonces y hasta la fecha.
Mi compadre Octavio Ortega “el Tavo”, ingeniero civil, también, y compañero de nuestra misma generación. Trabajábamos en equipo. Tuvimos la suerte de realizar varias obras y compromisos juntos. En algunos de estos, se incluían trabajos de herrería, y por supuesto que nos los resolvía mi compadre “el Chaparro”.
Recuerdo que teníamos un compromiso en Cabo San Lucas. Acordamos, mi compadre Tavo y yo, irnos muy temprano para que nos alcanzara el día y regresar con luz. Mi carro necesitaba algunos arreglos que requerían de soldadura; un golpe en el mofle, creo. Pasamos al taller, del compadre Chaparro, antes de salir de la ciudad. Le explicamos a pie juntillas de qué se trataba y se lo dejamos. Le dijimos que regresaríamos de nuestro compromiso por la tarde y que sería entonces cuando pasaríamos a recoger la troca.
Pues bien. Fuimos a los cabos. Atendimos los compromisos previamente acordados y nos regresamos. Todo bien de ida y vuelta y con luz también.
Al llegar para recoger mi pickup, noté de inmediato que el tapón de la gasolina colgaba del aro de seguridad, diseñado para ese fin. La portezuela protectora del tapón, se encontraba abierta. Pensé;
—¡Ínguiesu; mi compadre no usa thiner para pintar!, siempre usa gasolina. A ver si no le sacó mucha y fue entonces que le pregunté:
—Oye, compadre, ¿cómo cuánta gasolina le sacaste al pickup? Te pregunto porque casi no trae y como no lo iba a mover, pues, no recargué en la mañana que te lo trajimos —A lo que, apuradamente, me contestó.
—¡Pero, cómo cree compadre!, no le saqué nada. Ni una gota, de veras —casi hacia la señal de la cruz, con los dedos, para besarla, el canijo.
—Bueno, —le dije— pues entonces ponle el tapón, compadre, porque ya me voy.
Al saberse descubierto de su tradicional hurto, volteaba a verme, alternando la mirada hacia donde se hallaba mi compadre Octavio. Al final logró sobreponerse de la sorpresa y con el estruendo de una enorme carcajada y la indiscutible desfachatez y la cara de cínico, a más no poder, me dice;
—¡Chale, ya me chingaste, compadre!
—¡Tú, a mí, compadre! —le contesté, aguantándome las ganas de reír— A ver, ahora, si alcanzo a llegar a la gasolinera, con el combustible que haya quedado,
Por supuesto que nos ganó la risa, no sólo a mí, sino a todos. Y por supuesto, también, que me faltaron dos cuadras para llegar a cargar gasolina.
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