Evocaciones de Sudcalifornia

Se llamaba Lorena

Ella se llamaba Lorena - Arturo Meza
 Dia del Niño
Se llamaba Lorena, habrá tenido unos siete, ocho años, tenía una enfermedad crónica rarísima que se llama algo así como fibromatosis laríngea, unos nódulos que salían por detrás de las amígdalas y se extendían hacia la zona de la glotis y la laringe –donde se encuentran las cuerdas vocales- de tal manera que cada cierto tiempo –cada tres meses, por ejemplo- tenían que extirparle tales nódulos a riesgo de ser obstruida la vía aérea con dificultades para respirar. Desde muy chiquita la habían hecho una traqueostomía que le aseguraba la respiración en caso de obstrucción. La Lorenita sabía muy bien cómo manejar su traqueostomía. Ella misma se aspiraba las secreciones que produce el cuerpo extraño en la tráquea, sabía muy bien cuando ocluirla para poder hablar, para hacer ruido, para que la escucharan llorar; sacarse la cánula para lavarla, sabía cuándo debería ser operada de nuevo, con quien acudir.
 
Nació en el hospital, hija de no se sabía muy bien de quien, la abandonaron desde muy pequeña, algunas veces fue a dar a alguna casa de acogida de niños pequeños pero su padecimiento la obligaba a estar bajo cuidados y tratamiento. Vivía en el hospital, era parte de la rutina de médicos, enfermeras, personal de limpieza, administradores, todo mundo conocía a Lorena, todo mundo tenía para contar alguna anécdota graciosa con Lorena.
 
Era encantadora, cariñosa con todo el personal, uno de los seres más simpáticos que he conocido. Zalamera, manipuladora, sabía muy bien cuando ensalzar cuando rechazar, como conseguir lo que quería. Sus pataletas eran de antología, gritos, convulsiones, golpes en la cabeza, pataleo, rompía todo a su paso cuando no conseguía lo que quería. Nadie quería ver a Lorena enojada, afortunadamente eran las menos, en general era una chiquilla adorable, sumamente lista, sabía ganarse a la gente. Conocía a todas las enfermeras y médicos, todos la mimaban. Se sabía las rutinas del servicio de pediatría y conocía cada uno de los pacientes que iban llegando. Con frecuencia ayudaba a las enfermeras a poner termómetros, a alcanzar cosas, hacer mandados. Era todo un espectáculo verla consolar niños asustados, llorones. Una ternura infinita.
 
Esa navidad recibió tantos regalos que ya era día 26 de diciembre y Lorena seguía abriendo regalos. El servicio de pediatría -como todo el hospital y todos los hospitales del mundo- en diciembre, en vísperas de las fiestas navideñas, estaba casi vacío. Lorena pululaba a sus anchas.
 
Una de esas noches nos fuimos de juerga, una cerveza tras otra, la conversación entre internos de pregrado siempre llegaba a los asuntos hospitalarios, opiniones, discusiones, chismes. Pasaron las horas y de pronto ya era madrugada, el sol estaba a punto de salir; en dos horas había que entrar a la larga guardia de fin de semana. Tiempo apenas para una ducha rápida, vestir de blanco impecable y llegar barrido a la visita que empezaba a las siete en el servicio de pediatría. Medio atarantados aún, tratando de todas formas disimular el aliento alcohólico, pasamos uno a uno con cada paciente, escribiendo a máquina las notas de evolución, las indicaciones, las notas de ingreso, las altas, recetas, solicitudes de laboratorio. Todo el trabajo de expedientes para entregar, con indicaciones, a las enfermeras. Finalmente terminamos la visita e impacientes esperábamos que se fueran los pediatras para echar, por lo menos, un sueñito reparador y continuar la larga jornada que nos esperaba.
El plan era terminar el trabajo matutino inmediato antes que mis compañeros para ganar el mullido sofá del fondo, en la zona del lactario. Los párpados pesados, los ojos unas rendijas, el cuerpo blando y preparado para el feliz aterrizaje. Cuelgo la bata, me quito los zapatos, aflojo el cinturón de mis blancos, blanquísimos pantalones, me desfajo la camisa blanca, me aflojo la corbata, un largo bostezo con todo y lágrimeo, hago una almohada con uno de los cojines del sofá y a dormir. Apenas me invade esa oscuridad soporífera de los párpados pesados cuando llega Lorena. Me hace preguntas, no sé que quiere, no le entiendo, le contesto de cualquier modo, entiende que la estoy tirando a lucas, que lo único que quiero es dormir, para despedirla le digo que me despierte en una hora, asiente conforme y me empieza a frotar una pierna. –síguele, Lorenita- le digo, es muy agradable la sensación, hasta me doy vuelta para que también me frote la espalda, Lorena continua el masaje, sin ninguna resistencia voy cayendo en la profunda oquedad de la inconciencia, el sueño inevitable, atrasado, necesario y ya no supe más, hasta que una enfermera me despierta. -¿Qué le pasó en el pantalón?
 
Pinche Lorena, el frotamiento era con marcador negro, dibujó en mi pantalón y camisa, unos trazos caracoleados que envidiaría Kandinski.
 

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Arturo Meza
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