Recuerdo que, en una reunión decembrina de amigos de no hace mucho tiempo, alguien, de pronto, sugirió que hiciéramos una dinámica y que, ahí en donde estábamos en rueda, cada quien contara sus propósitos para el año que estaba por llegar.
Yo no había bebido nada que me ayudara a soltar la lengua ni iba preparado, así es que improvisé.
El resto de participantes se dividió entre hacer lo mismo que un servidor o contarnos una ristra de propósitos como si lo hubieran ensayado.
Desde luego que uno trae en mente hacer cosas o continuar otras ya avanzadas durante el año que culmina, pero hay tareas y metas que, sin anotarlas en todo un proyecto anual, valen mucho la pena y hay que ir haciéndolas cada día.
No requieren gran esfuerzo, más bien son muy prácticas, pero a la vez son muy reconfortantes. Doy ejemplos: jurar que el día de hoy nos reiremos hasta de nosotros mismos; saludar y dar los buenos días al vecino; abrazar a los amigos y decirle cuánto los quieres, leer un libro por puro placer más que a la fuerza; amar todavía más a tu familia; mirar el amanecer y esas nubes que allá salen tras lomita con el sol; caminar por la ciudad y verla atesoradamente como, supongo, ve su último día un condenado a muerte; conversar tantas veces puedas con quien puedas al compás de un café, de una canción, de un buen platillo, de una cerveza o de la simple plática o de una mirada recíproca.
En fin, ese tipo de cosas sencillas debí enlistar cuando me tocó mi turno, pero, por no ir preparado, se me hace que escupí mi evidente improvisación y un montón de lugares comunes que se apilaron como grandes deseos o grandes promesas, tantas que aquello parecía mi plataforma política como posible candidato a un puesto de elección (in)popular o el borrador sobre mi plan estatal de desarrollo, o lo que sea, menos un ejercicio reflexivo de alguien que, hasta ese momento, estaba sobrio.
De no haberlo estado, porque les juro que no estaba, me subo a la primera mesa que tuviera a mi alcance y, desde ahí, lanzo mi diatriba para que a ese ocurrente no le quedaran ganas de andar improvisando dinámicas de este tipo ni de ningún otro, así sea un diciembre, un enero, un 3 de marzo, un Día del Padre, una terapia de grupo o el fin del mundo.
Pero no lo hice. Porque no quise o no pude, pero no lo hice. Sin embargo, hoy que lo recuerdo, pienso que, de todos modos, así me hubieran dado tres días, o un mes previo para pensar sobre el verbo que me echaría, también hubiera deseado hacer, por sobre toda complejidad, las cosas sencillas. Sí, porque, si bien hay que cumplir con cometidos laborales o profesionales, pienso que la vida es más sencilla y más simple, y si queremos esta puede ser una emoción eterna, alborozada y sublime.
Claro, si así nos lo proponemos, estemos o no estemos borrachos cuando nos toque el turno.
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