Evocaciones de Sudcalifornia

Yo quería ser doctor

Yo queria ser doctor - Miguel Angel Castro Aviles

Cuando era niño dije que, de grande, yo sería doctor. Esperaba serlo para saber, con exactitud, de que y por qué había muerto miapá.

El nombre de su enfermedad estaba bien pero bien bonito, como ya lo he contado aquí, pero para mí no era suficiente, así es que me fijé esa meta, nomás que al tiempo la descarté porque algunos episodios me hicieron ver que, esa profesión, eran palabras mayores y este que escribe no tenía, precisamente, el mejor perfil.

No sé, a ciencia cierta, la fecha cuando la borré de mis planes de vida, pero, por no dejar, arriesgaré un listado de esos posibles momentos: pudo ser cuando vi la jeringa que portaba esa señora a quien, en el barrio, solo la identificábamos como “Sarita”, la cual, después de sacarla de un estuche de metal que también hervía como si fuera una pócima del mal, y preparar la inyección, la blandía amenazante en busca de la nalga en turno.

Toda esa representación escénica, más ese olor a puro alcohol, no significaba, en un niño de ocho o nueve años el mejor curso propedéutico para irle afianzando su vocación, más si ese mismo olor que ahora sentía, también relacionaba con los velorios, ya que era utilizado, puesto en un algodoncito, para ponerlo en la nariz al momento en que caía desmayado alguno de los deudos.

Mi intención también pudo sufrir un desaliento aquella vez que un compañerito de la primaria se quiso hacer la pinta y al saltar, el antebrazo se enganchó en la punta de un alambre y sufrió una herida como si lo hubiera atacado un cocodrilo.

Por más argüenderos que somos a esa edad, yo traté de verlo al menos de reojo pero no pude. Para que, me dije, capaz y que azoto como azota esa gente que le ponen el algodoncito en los velorios y en lugar de llevárselo a él, la ambulancia que había pedido me lleva a mí.

Las ganas de saber con precisión que era y porque ocurría la mentada insuficiencia coronaria, no se disipaban, pero lo de querer ser esa inminencia en cardiología que había pensado ya no estaba muy convencido.

La razón era motivante pero no tanto para que obsesionara y en un futuro la escuela de medicina de la universidad que ustedes quieran, anduviera lidiando con un alumno que, por más ganitas que le echara, no supiera donde queda la uretra, un alveolo o el corazón y no supiera, ni siquiera, para que sirve una bendita paracetamol.

Los ejemplos que les pongo ocurrieron en terceras personas y yo nomas estaba de mirón. Sin embargo, ya en la carrera como abogado, hubo otras dos, pero estas si las tuve que vivir en carne propia.

 Una fue en la materia de medicina legal cuyo maestro, el doctor y amigo Manuel Bernal, para nuestra fortuna tuvo la habilidad de echar mano de la comedia para enseñarnos lo que eran hechos trágicos pero no obstante, a mí me quedó muy claro que eso de ser médico casi es un apostolado. Lo es en conocimientos, tiempo, sacrificio, riesgo y un montón de cosas para que en su mano se pueda dejar dos cosas tan preciadas como son la vida y la salud.

El segundo evento del que yo fui parte directa tuvo lugar en el otrora hospital militar de Hermosillo cuando un médico me aplastó con todas sus fuerzas un dedo de la mano cuya herida se había infectado y supongo que él le quería sacar toda la sanguaza.

Digo que supongo, porque yo solo recuerdo cuando él me daba su mano para que me levantara del piso en donde yo había caído como regla bien desmayado y me daba leves cachetaditas para que despertara .

Si hubiera quedado alguna duda de mi vocación, ahí se disiparon toditas pues si en esta insignificancia fui a dar al suelo como si fuera un rival de Pipino Cuevas, no me quiero imaginar en un quirófano y en mi primera cirugía.

Por todo esto y muchas cosas es que soy un admirador de esas personas que saber hacer cosas que yo no sé hacer.  Significa entonces que admiro a mucha gente. Mucha.

Pero ahora solo quiero mencionar a los médicos, sí por lo que les acabo de contar, pero en forma muy especial por estar ahí, en circunstancias difíciles, en el campo de batalla como lo están haciendo en estos días cruciales tanto en México como en el resto del mundo, aunque de niños no hayan dicho nunca que eso tan valioso serian de grandes o no hayan tenido un papá que murió de esa enfermedad que tiene un nombre tan bonito.

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Miguel Ángel Avilés Castro
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