Hombre exageradamente unido a su familia. Nacido en Quiringüicharo (La Hacienda), en el bello municipio de Ecuandureo, en el estado de Michoacán de Ocampo.
Integrado a su familia llegaron desde muchos años atrás, para arraigarse en la Baja California Sur. En ciudad Constitución, municipio de Comondú. En el mero corazón floreciente y palpitante del valle de Santo Domingo.
Destacado por sus buenos modos y con amplias ansias del conocimiento, emigró en sus joviales años para estudiar la preparatoria, y a la postre, la carrera de ingeniería civil en el Instituto Tecnológico de La Paz, en la generación de 1983-1987, periodo en que la vida se encargó de provocar nuestro encuentro de amistad y a nosotros, hacerla florecer.
Sus años mozos los entregó con afán al estudio y fue precisamente que al estar estudiando su carrera, cuando conocería a Rosita, quien se convertiría en su compañera de vida y madre de sus hijos; juntos lograron, a la sazón, procrear dos maravillosas criaturas; Carlita y Carlitos.
En nuestra época estudiantil, Clemente Suarez Naranjo se distinguió por el riguroso orden con que actuaba y por la férrea tenacidad que mostraba en la toma de sus decisiones. Se mostró siempre franco, y muy parco. Convirtiéndose en un hombre cuya personalidad trascendía por no andarse con medias vueltas, ni medias tintas.
Varón ejemplar al seno de su familia. Poseedor de un gran talento, valor y arrojo, para atender, muy por encima de sus propias apuraciones y sin regateo alguno, a otros familiares.
Al correr de los estudiantiles días, logramos forjar una sólida amistad que crecería por siempre y que hasta estos días, se mantiene firme. Fue por ese entonces, cuando recibió a su primo Reynaldo, quien recién llegaba desde las tierras michoacanas. Lo presentó como “el Pariente” y ese nombre-apodo, es el que utilizaríamos por toda la vida, para referirlo.
Las instalaciones de nuestra “Alma Mater”, colinda y comparte sus límites con los de la colonia 8 de Octubre, la primera sección, en la ciudad de la Paz, y es precisamente ahí donde vive, Rosita; la dama que escogió para novia y compañera. Cosa tan curiosa. Cuando recién arribamos a La Paz, vivimos un tiempo en esa colonia y Rosita, nos visitaba, de vez en vez, a la casa donde vivíamos; inclusive, le había tocado cargar en sus brazos a nuestro pequeño hijo, Carlitos, que no cumplía, aún, su primer año; Rosita era apenas una niña.
Como todo buen Quijote, enamorado, en la primera oportunidad que se le presentaba saltaba la cerca, de la escuela, que le separaba de su dulce amada, y corría veloz, para verse con su Dulcinea. Así fue por un largo tiempo hasta que la convenció, para que se convirtiera en su eterna compañera.
Era día de visita obligatoria, no era cualquier día. Era temprano cuando las obligaciones escolares concluyeron y en compañía de su “Pariente”, aprovecharon para ir a visitar y saludar a la novia.
El barrio, donde habitaba la joven dama, gozaba del prestigio de ser bravo. Sus muchachos eran celosos guardianes de sus hembras. Sin embargo, a Clemente eso no lo mortificaba absolutamente para nada, ni le espantaba en lo más mínimo. A pesar de esto, la ocasión sería muy especial.
Al acecho y tras las sombras, en una actitud por demás cobarde, Clemente y “el Pariente, serían sorprendidos y golpeados, inmisericordemente, por un nutrido grupo de vándalos, que quién sabe quiénes serían y quién sabe, también, cuántos integrantes eran los que componían aquella desleal pandilla.
A colación del tema, en una de tantas disertaciones, entre amigos, a palabras mismas de “el Pariente” al narrar aquellos fatídicos hechos, decía;
—¡No-lo-va-a-creer-pariente; pero nos traían locos a chingadazos. Con decirle pariente, que no nos dejaban, tentar, ni tantito así, el suelo, los cabrones! —Y se retorcía el Pariente y hacía muecas; parecía que le volviera a doler el cuerpo, con recordar la golpiza.
Por supuesto que nos preocupamos, y mucho. Sin embargo, al pasar del tiempo, aquella forma de narrar los hechos, a la distancia, por parte del Pariente, nos provocaba incesantes ataques de histeria, de tanta risa que nos producían aquellas explicaciones, tan detalladas, de aquellos acontecimientos tan violentos.
Parco, sesudo e inteligente, como siempre se desenvolvía, Clemente tomó las cosas con pasmosa calma. Había juntado muchísimo coraje, sí; pero éste lo traía por dentro, y era tanto, que casi se le saltaba del cuerpo. Y decidido y dolido por la afrenta vivida ante su Dulcinea, se fue hasta la casa de sus padres, quienes vivían, todavía, en ciudad Constitución.
Saludó, apenas llegar, de mano y abrazo a sus hermanos. Luego, de mano y beso, a su madre y a su padre. Enseguida, con la misma expresiva y cálida forma, en cuanto se le prestó la ocasión, jaló del brazo con suavidad enérgica a este último y se lo llevó hasta donde pudieran platicar solos. Se trataba de “cosas de hombres” y sólo entre semejantes se podía hacer una exposición cabal de lo que le había sucedido. Don Benjamín muy atento y preocupado por los argumentos y testimonios de su hijo, le dice;
—¡Caray, mijo! Sí que está, pues, muy grave, eso que dice que le sucedió. Y, ¿pos qué quere que yo haga, o mejor dicho, pues; en que le puedo ayudar, yo, mijo?
Clemente aspiró una gran bocanada de aquel aire fresco que les brindaba la tarde, y dijo;
—Mire apá, no me voy andar con ninguna clase de rodeos, pues. Quiero que me preste la pistola. Claro que no voy a matar a nadie… ¡Pero-estos-jijos…! Le juro, padre, por ésta —y juraba con la señal de la cruz en los labios, mientras apretaba, casi hasta rechinar, los dientes—, que no volverán a tocarme.
—¡Ay! ¡Qué carajos, mijo! Ora sí que está más que complicao el asunto ese, pues. ¿Cómo que quere que le preste, yo, pues, la pistola. ¡A qué diantres de chamaco, este!
Don Benjamín, aquí, se rascaba de manera áspera la cabeza empujándose de lado el sombrero, mientras se le balanceaba, por detrás, un pluma de color amarillo que le colgaba, y terminó diciéndole a su vástago» Pero, pos…,
¡ta‟güeno, pues!, se la presto; nomás dos cosas le güa pedir, mijo. La primera; que no se‟ntere su madre, y segunda; si la saca, ¡truénila!, porque no vaya ser el diablo, pues, y se la vayan arrebatar y lo vayan a golpiar con ella mesma, por andársela, yo, prestando.
En ese acuerdo quedaron, aquel par de hombres bragados.
Ya de regreso, en la ciudad de La Paz, Clemente se paseaba con toda libertad y confianza por las calles de aquella colonia, donde los habían agredido. Se paseaba como invitando y retando a que le salieran al paso e intentaran golpearlo de nuevo. Sin embargo, y como a modo de milagroso acontecer, nunca volvió a repetirse el incidente aquel, tan violento.
Todos quedamos agradecidos con Dios, de que nada sucediera a nuestro amigo.
Un tiempo después, la familia de Clemente, por las mismas razones y necesidades que muchísimas otras gentes, emigraría, también a la ciudad; siguiendo a los posteriores hijos que necesitaban de la educación de nivel superior. Y así lo hicieron los muchachos, todos estudiaron.
Logramos conocer personalmente, también, a sus padres, con quienes llevamos una gran amistad, de familias.
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