Evocaciones de Sudcalifornia

23. Isla Natividad

Isla Natividad BCS

Foto: Cortesía de Guillermina Montes

—¡Flaco! Prepárate, porque vas a ir a una “visita de obra” a Isla Natividad.

Estas fueron las palabras del Ingeniero Ismael Medina Ibarra, mi compañero y patrón al inicio de la década de los noventas. En el argot de la construcción, “visita de obra” es la expresión que comúnmente se utiliza para referirse al lugar donde se realizará una construcción, o proyecto; y es visitada previamente, para colectar, a cabalidad, toda la información que le permita a los analistas considerar, hasta el detalle, todos los aspectos que pudiesen influir o afectar el proceso de la obra o proyecto de que se trate, durante su periodo de desarrollo; tanto en sus tiempos de ejecución, así como en los detalles del presupuesto.

—Lleva al taller, para que te revisen muy bien tu pick-up, y llévate alguien que te acompañe. Está muy lejos el lugar y sólo hay carretera hasta adelantito de Vizcaíno. De allí en adelante, te vas a encontrar con una brecha que es de pura terracería, y los comentarios son que está en muy malas condiciones.

Llevé el carro a revisión mecánica. Notifiqué a mi familia del viaje que estaba a punto de realizar y mi hijo Carlos, me dijo;

—¡Yo te acompaño Papá!

—Está bien hijo. Sólo que está muy lejos y va a ser muy cansado el viaje. —Le contesté.

—No importa. Te acompaño.

Así lo hicimos. Preparamos todo lo necesario para emprender nuestra aventura en este largo viaje por tierras desconocidas aún, por mí. Muy temprano por la mañana siguiente, íbamos transitando alegremente, por la carretera.

Viajamos todo el día, sin mayores contratiempos. Sólo tuvimos la necesidad de parar, para a reponer combustible, llegar al sanitario, y a comprar algunas chucherías para comer y continuar el viaje.

En el camino, mi hijo y yo, platicamos de todo; de cómo iba en su secundaria, de sus compañeritos y de las damitas, y mucho, muchísimo, respecto del beisbol; actividad en la que había tomado la decisión de participar con gran ánimo y disposición.
Por cierto, platicábamos que ya había sido integrada la selección que iría representando al estado, de Baja California Sur, en el campeonato nacional que se llevaría a cabo en la ciudad de Aguascalientes, capital del estado con ese mismo nombre. Además; que los muchachos que fueron seleccionados, muy pronto se concentrarían para realizar el entrenamiento necesario con las miras de lograr estar en las mejores condiciones físicas y mentales, para tan importante y relevante compromiso deportivo.
Llegamos a la ciudad de Vizcaíno por la tarde; el día menguaba y la tarde se acercaba; debían ser alrededor de las cuatro.

Rellenamos el tanque de gasolina. Compramos algunas frutas, agua y refrescos, para el camino. En el tiempo en que se cargaba el combustible, preguntamos al empleado; cómo estaba el camino y qué tiempo, aproximadamente, se tardaba uno en llegar a Bahía Tortugas, ya que en las instalaciones de la Cooperativa “Buzos y Pescadores” era el punto de reunión acordado, en aquella comunidad de pescadores.

—Son casi treinta kilómetros pavimentados, hasta el entronque a Asunción. De ahí para allá, ¡sí, que está muy feo, el camino!, hay mucho permanente. Pero, llevan buen carro; no creo que tengan ningún problema. Si salen ahorita mismo, van a llegar aproximadamente como a las nueve de la noche, a buen paso.

Le agradecimos la información. Pagamos. Facturamos y y nos pusimos en marcha, tornando de nuevo al camino. Vimos desaparecer poco, detrás nuestro, las luces del pueblo y los ranchos del camino y vimos como poco a poco se fundían con los infinitos brillos del firmamento, en el cielo. Confirmamos cuánta razón tenía el informante en la gasolinera; en cuanto dejamos el pavimento, atestiguamos lo cierto en el sentido de que el camino no gozaba de las mejores condiciones y el permanente estaba en una condición que sobradamente podía ser calificada de “infame”.

La línea parecía tirada a reventón de hilo. Se veía sumamente delgada, y su trazo, inacabable. Sin embargo logramos, a buen paso, hacer el tiempo pronosticado, y un cachito más.

En el trayecto, en la amena plática que llevábamos, mi hijo me comenta;

—Oye papá, si les toca a ustedes hacer la obra, quisiera venir cuando salgamos de vacaciones, para estar, acá, contigo. ¿Se podrá?

—¡Por supuesto que sí se puede, mijo! Nos daremos el modo para que estés acá, con nosotros. Pero, claro que primero hay que ganar la obra, en el “concurso”.

Así, quedábamos de acuerdo en la posibilidad de que me acompañara durante el desarrollo de la construcción de la obra que se concursaba. Y continuábamos con nuestra disertación. Carlitos estaba apenas estudiando en el primero de secundaria. Más adelante, en el transcurso de la plática y fue la primera vez que me lo dijo;

—¡Quiero ser constructor, como tú, papá!

Distraje un poco la mirada del camino, y le vi a la cara, antes de contestarle nada. En realidad un cierto grado de regocijo me mariposeaba por el estómago. Finalmente le contesté;

—Pues me da muchísimo gusto mijo. No es nada fácil,

esto de la construcción. Como podrás ver, es muy cansado, andar de acá para allá y lo peor del caso es que; así es la construcción, siempre.

—Sí, ya veo. —Contestó con seguridad y continuó diciendo— Pero esto es lo que me gusta, de veras.

—Pues ya sabes mijo que, decidas lo que decidas, contarás siempre con todo mi apoyo.

Nos adentrábamos en las sombras de la noche y el paisaje serrano se escondía a nuestras impacientes miradas.

Entretanto, volvimos a tomar el tema del beisbol. Me comenta que le gustaría haber sido seleccionado; pero que, ni hablar; los muchachos que integraban la selección eran “muy buenos”, los mejores, y pues, ni modos. Sin embargo me comentó, también, que le gustaría de sobremanera, si fuera posible, ir con los seleccionados a entrenar, aunque no fuera a la ciudad de Aguascalientes. Le sugerí que fuéramos a platicar con los entrenadores. Total que con eso, no se perdía nada. Y en eso quedamos.

Cayó la noche. Muy poco que ver de los alrededores. Carlitos se empezó a sentir algo inquieto por el cansancio. Empezó a quedarse dormido a ratitos. Llevábamos alrededor de catorce horas, acumuladas, transitando, y estábamos en lo más pesado, dadas las condiciones del camino.

Al llegar a la comunidad de Bahía tortugas, consultamos el reloj. Eran las diez de la noche y preguntamos dónde quedaba la Cooperativa Buzos y Pescadores. Nos dieron el rumbo, pero no había nadie que nos atendiera, a esa hora. Tomamos la decisión de dormir en el carro. Fue algo incómodo, pero íbamos muy cansados.

Nos despertó el ajetreo propio del ambiente pesquero, cuando aparecía por encima del azul marino, unos rojos y naranjas del imponente clarear del alba.

Como a las nueve de la mañana, ya íbamos, en caravana, rumbo a Punta Eugenia. Carlitos, por ser menor de edad, no pudo acompañarme; me esperó casi todo el día el pobre chamaco en Bahía Tortugas.

La botada de la lancha en la que nos transportaron, fue de película; sólo trepar a la panga fue un verdadero viacrucis, ya que ingresábamos bamboleándonos por entre un pedregal de los mil demonios y un infernal oleaje. Cuando estábamos todos a bordo, el panguero aprovechó la subida del agua por el reventar de olas y…,

¡Dios te bendiga!, al agua de un jalón, y allá vamos.

Navegando sobre las oscuras aguas del océano Pacífico, muy en silencio me dije “qué bueno que no dejaron venir a Carlitos”. El panguero guía y el del motor iban resueltos y despreocupados en una jornada de tranquila rutina, trazaban sus siluetas, de pie, en proa y popa; mostraban su serenidad a risa y risa, y plática y plática; mientras nosotros, los que íbamos de visita, nos agarrábamos con todas nuestras fuerza, y asidos a la falca, permanecíamos uncidos como verdaderas lapas mientras nuestros cuerpos saltaban aleatorios al golpeteo de la embarcación contra las olas. Nuestras engarrotadas manos, desde lejos, reflejaban todo el pánico de que éramos presas y que llevábamos consigo. Se crispaban las quijadas y se escuchaba el rechinar de dientes; además que, en nuestros rostros se transfiguraba la angustia que estábamos sufriendo. Aún recuerdo que al fragor del miedo que sentíamos, alguien que lograba vencer sus engarrotadas quijadas, tornando su mirada al cielo, dijo:

—¡Puta madre…, y todavía hay que regresar!

Y esta no fue la única imprecación que pudimos haber lanzado durante el trayecto, de ida. Porque no contábamos y ni la más mínima idea teníamos de lo que nos faltaba por vivir al atracar en la isla; ¡otro pandemónium de oleajes infames y piedras de todos tamaños que brotaban desde el fondo del mar con sus filosas y puntiagudas aristas, amenazantes, hostiles, y por todos lados!

Esto es que entre “padres nuestros y aves marías”, y una sarta interminable de soeces expresiones y protestas; fuimos y regresamos. Se realizó, por si nos faltara algo todavía, una “junta de aclaraciones” que duró cerca de una hora o más. Poco después, entre una serie de saludos y despedidas, nos regresamos.

El viaje de vuelta fue seguro pero largo y harto cansado. En las oficinas, en la Paz, elaboramos el “concurso de obra”. Recuerdo al ingeniero decir;

—Hay que cotizar alto, muy alto, flaco, para que no nos lo vayan a asignar.

Se refería, por supuesto, a las condiciones que entre Carlitos, mijo, y yo, habíamos descrito del lugar donde se llevarían a cabo aquellos trabajos. En la medida de lo posible lo hicimos así, cotizamos alto, sin embargo…,

¡Nos asignaron el contrato!

Pues, a realizar los preparativos para el inicio de los trabajos. Se decidió que algunas partes serían prefabricadas y se elaborarían en el taller, en la ciudad de La Paz. Lo demás, en el sitio de los trabajos. Así arrancamos.

Respecto de las actividades del beisbol, de mi hijo, habíamos conseguido la aceptación para que recibiera el entrenamiento, tal como si fuera seleccionado. En esto se hallaba ocupado, él.

Cuando le comenté, a Carlitos, de los planes de salida a la obra, me dijo;

—Papá, uno de los muchachos se enfermó y no podrá acompañar a la selección. Como yo he recibido todo el entrenamiento me invitaron a que los acompañe.

—¡Maravilloso mijo! Eso es mucho mejor, a que me acompañes.

Y así fue que le tocaría asistir al campeonato nacional, representando a Baja California Sur. No tuvo mucha participación, pero cuando la tuvo; recibió el juego perdido; paró un fuerte ataque y lo entregó ganado, aunque, a pesar del gran esfuerzo de todos los jóvenes atletas, finalmente, el partido se perdió.

Cuando llegamos a Isla Natividad, cruzamos las aguas del océano que separan a Bahía Tortugas de Isla Natividad a bordo de un barquito propiedad de la cooperativa. La pequeña nave lucía completamente atiborrada de los muchos materiales de la construcción y entre ellos, una retroexcavadora. Para subir la excavadora no hubo mayores dificultades, las aguas de Bahía tortugas y las instalaciones marítimas eran muy buenas. El problema se presentó al bajar la máquina. Se tuvo que flanquear la pequeña isla hasta un remanso. Y lo de remanso es por citarlo de alguna manera, porque también allí estaba el agua estaba bravísima, y aunque era menor el oleaje, de todas maneras el mar lucía sumamente encabritado.

Algo que nos asombró, de sobremanera, fue la disponibilidad de todos los cooperativistas. Se lanzaron al agua, jalaron las cuerdas, ataron, volvieron a jalar, en fin, apoyaron en toditita la maniobra. Gritaban, hasta enronquecer, y no pararon de hacerlo hasta que la retroexcavadora empezó a moverse, por sí misma, sobre la playa y rumbo al pueblo.

Recuerdo que cuando la máquina transitaba por la calle principal, y única, en el campamento, la gente, graciosamente gritaba.
—Mira, mira, ¡el papa móvil!, ¡ahí viene el papa móvil!

La máquina lucía en excelentes condiciones y contaba con una cabina completa rodeada con cristales y en efecto, muy parecidas a la del carro que transportara al Papa Juan Pablo II, en su visita a nuestro país.

Dentro de tantas cosas que sucedieron, recuerdo una que nos causó mucha admiración. Se había acordado, desde la “junta de aclaraciones”, construir con la arena y grava de la playa; acompañada, claro, con algunos aditivos para inhibir el efecto salino; tanto en el acero de refuerzo, como en los concretos. Por la arena no había ningún problema, la veíamos por doquier. Pero respecto de la grava, se nos había enterado que en otro remanso que está en la isla, cada cuatro semanas, el mar sacaba grava perfectamente utilizable para la construcción, de hecho, en esos precisos momentos, allí estaba la grava. Se hablaba de que eran como unos treinta metros cúbicos y que siempre era la misma cantidad, la que el mar sacaba hasta las afueras del agua. Sin embargo, el problema era que duraba, ahí, sólo una semana. Y si no se recogía (los isleños decían; “si no se vendía”), el mar se la volvía a llevar, dejando una playa de arena muy fina y limpia.

Por supuesto que no lo creímos. Bueno, al menos, no lo creímos ciento por ciento; pero igual, si no contábamos con ningún argumento que nos avalara, ¿por qué no creer, entonces?

La cooperativa contaba con un camión de volteo, mismo que estaría a disposición y servicio de la obra. Se envió el equipo para la extracción de la grava. Lo hicimos muy lento, a juicio de los isleños. Entonces, los muchachos nos dijeron;

—¡Sáquenla pronto! Porque le queda sólo el día de mañana. Si no lo hacen, van a tener que esperar otras cuatro semanas, para volver a tener grava.

Bueno, pues sacamos lo más que pudimos, pero no fue toda la que había; quedaron alrededor de unos diez metros cúbicos sin recoger.

La sorpresa fue mayúscula cuando, cuando al siguiente día, muy temprano, visitamos el lugar de la grava.

¡Efectivamente!, aquel lugar pedregoso, ya no existía. El remanso se había convertido, de la noche a la mañana, en una playa compuesta de una arena muy limpia y fina. Ni asomo de ninguna una piedra en derredor que atestiguara que ahí, había, apenas unas horas antes, una enorme cantidad de grava.

Esto nos llevó a tomar muy en serio, todo y cuanto se decía por los muchachos de la cooperativa, durante todo el tiempo que estuvimos en la isla.

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Carlos Padilla Ramos
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