Gozando de una maravillosa vista frente a las apacibles y transparentes aguas de la Bahía de la Paz y bajo el azul limpio de su cielo, se encuentra la central termoeléctrica de Punta Prieta, que fue una gran fuente de trabajo, por algunos tiempos, dentro de las innúmeras ocupaciones y compromisos que tuvimos la suerte de tener que resolver en nuestra constructora ocupación.
En esta ocasión cargábamos con la responsabilidad de desinstalar un camper que había sido destinado como vivienda, por mucho tiempo, a visitas distinguidas de la Comisión Federal de Electricidad. Además del compromiso he desanclarlo del lugar que ocupaba, también habíamos adquirido, en el mismo compromiso, la obligación de realizar la maniobra para trasladarlo
hasta la Central Turbo Jet, en construcción apenas, en Cabo San Lucas. El armatoste medía alrededor de los veinticinco metros de longitud y poco más de los tres metros de ancho; lo cual le convertía en una carga muy ancha y demasiado larga para conducir su traslado por la carretera transpeninsular, hasta el lugar comprometido. Sin embargo y con todos los riesgos inherentes, teníamos bajo nuestra responsabilidad, el compromiso de hacerlo.
Fuimos invitados a la licitación de la obra pública correspondiente, para integrar la propuesta económica para llevar a cabo la ejecución de aquella riesgosa y complicadísima maniobra.
Recuerdo que fuimos cuatro las empresas invitadas a la licitación y a comentarios posteriores, como se sabía que eran muchísimos los riesgos por correr, entonces las cotizaciones se realizaron, casi todas, a un costo elevado ex profeso, con la sana intención de no adquirir el compromiso, pero sin renunciar a la posibilidad de continuar participando en eventos futuros. Sin embargo, de las cuatro propuestas presentadas, fue la nuestra la seleccionada para esta compleja y delicada encomienda.
El camper había sido instalado en el lugar donde se encontraba, desde hacía, ya, bastante tiempo atrás. Y los trabajos y maniobras realizadas en su instalación se habían ejecutado bajo el riguroso criterio de que nunca, durante su prolongada vida, sería removido de ese espacio. Sin embargo, como cualquiera de las vicisitudes a que conllevan los extraños caminos de la vida, se volvía, ahora, imprescindible y necesaria su remoción. Después de concluir su anclaje, se le había instalado una cubierta de protección exterior; una guarda fabricada a base de estructura metálica y lámina galvanizada, la cual había sido concebida como si fuese “un traje a la medida”.
El citado caparazón que lo protegía, ahora para su remoción, venía a brindar una mayor complejidad, mucha más, al de por sí complicadísimo procedimiento para lograr su retiro. Y es que la estructura, estaba milimétricamente pegada al camper, como traje a la medida, y ésta, debía quedarse intacta en su lugar.
Ismael Ávila Camacho, mi estimado compadre y habilísimo obrero de las maniobras y la soldadura y que además, para ser precisos, era nuestro soldador y maniobrista en este compromiso.
Pues bien, era él, el mismo obrero que en sus años mozos, recién llegado de su estado natal, Sinaloa, a la Baja California Sur, durante una de las tantas ocupaciones, de su oficio, en que se vio comprometido durante la construcción de la central termoeléctrica de Punta Prieta, quien hoy, como por mera casualidad o caprichos del destino o quizá por un fatalismo insalvable (el karma, dijéramos hoy por hoy) había adquirido la responsabilidad de construirle aquel “traje a la medida” al enorme camper que ahora nos, y le tocaba remover.
Trabajamos muy entretenidos y guardando mucho cuidado y concentración, aunque ocasionalmente lo hacíamos entre broma y broma. De pronto y al fragor de la complicada maniobra, al compadre “Chaparro”, haciendo gala de su paquidérmica memoria, se le venía
un antiguo recuerdo que lo llevó a salir de debajo de donde se hallaba trabajando. Y envuelto en los incesantes jadeos dado lo complicado de los trabajos, aunado esto al hostil calor que le llevaba a estar completamente empapado de sudor y mientras que para retirarse los gruesos goterones que le mojaban la cara se pasaba el dorso de la mano por la frente, gritaba con
muchísima fuerza pateando y lanzando por los aires la careta de soldador que acababa de arrancarse de la cabeza y muy, muy lejos, las herramientas que traía a la mano. Después de haber contaminado el aire con una ráfaga de imprecaciones que parecía no acabaría nunca, concluyó con aquella perorata, diciendo;
—¡Chingada madre! ¡No puede ser, cabrón! Cuando me tocó construirla, pensé; la voy hacer bien, bien pegadita,
—y colocaba una mano frente la otra, dejando apenas que una levísima luz se escurriera entre ellas— para que batalle, ¡un chingo!, el pendejo al que le toque quitar el pinchi camper, de aquí.
Por supuesto que batalló, ¡enormidades!
Y por supuesto que también nosotros, otro tanto, al realizar el recorrido carretero, hasta Cabo San Lucas.
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