El Sol de abril, se llamaba la tienda. Don José Murillo su propietario era un hombre virtuoso, no tomaba, no fumaba, mucho menos sería capaz de infidelidades, no decía malas palabras, honesto en los negocios, padre amante, esposo comprensivo, jamás faltaba a misa; su esposa y sus dos hijas ayudaban en todo al padre, en los trabajos de la iglesia, la decoración, los coros, la ropa. El padre con frecuencia era invitado a comer a su casa. Pagaba sus deudas, también sus impuestos. Su esposa era una santa; sus dos hijas, eran tan castas que nadie dudaba que algún día, serían monjas. Quizás el único pecadillo era su avaricia, no dejaba pasar un quinto. Atesoraba dinero, gastaba poco, su vida austera se notaba en su ropa, su calzado, su manera de cuidar el patrimonio. Prestaba dinero, era implacable como acreedor. Algún defecto habría de tener.
El Sol de abril estaba situada en el centro, a un lado de la plaza, sobre una alta banqueta que sombreaba un árbol maravilloso, un laurel de la india frondoso, tupido que mantenía fresco el lugar hasta en el más tórrido verano. Por tal razón era punto de encuentro de parroquianos que en sus momentos libres, acudían a conversar, discutir, chismear o a contar chistes. Pescadores en veda, huerteros, comerciantes, empleados municipales, pensionados, desempleados, policías, había de todo en el grupo que día a día se daba cita a todas horas en la banqueta del Sol de Abril. Se iban unos, llegaban otros, hasta ya entrada la tarde noche había dialogantes que, abandonaban, al final del día, el ágora en que se había convertido la famosa banqueta alta.
A Don José no le gustaba nada el asunto, pero prudente, juicioso, nada decía, simplemente pasaba por ahí sin detenerse. Pronto empezó a escuchar quejas de sus clientes, especialmente las mujeres. – Que no dejan pasar -que se les quedan mirando -que estorban -que son criticones. Así las cosas Don José no encontraba solución al asunto. No podía correrlos, era un espacio público, si les pedía que se retiraran seguramente se los echaría encima y se negarían a abandonar la banqueta. Una idea surgió de sus tribulaciones cotidianas: podar el árbol, dejar a los tertulianos sin sombra, incomodarlos con el solazo y así, puso manos a la obra.
Un buen día, se presentó un jardinero con orden expresa de Don José, una escalera, un serrucho, tijeras podadoras y empezó su devastadora labor. Los mitoteros de la banqueta no daban crédito cuando vieron que amplios fragmentos de hojas y troncos eran arrancados dejando el árbol casi pelón. Todo el día ocupó el jardinero en pelar -literalmente- el hermoso árbol. Muy poco quedó de ese portento vegetal convertido ahora en un páramo de tristeza y desolación, solo quedaron el recio tronco y unos cuantos palos mondos. Los tertulianos obviamente encabronados, viendo las intenciones de Don José, menos se alejaron, ahora con pundonor soportarían el rayo del sol. Juraron soportar las inclemencias y esperar estoicamente el regreso del verdor y que Don José pagaría la afrenta. Con muy mala leche, a todos los clientes que acudían al Sol de Abril les desaconsejaban las compras.
Como sin querer, cuando pasaba un comprador, alguno de los tertulianos –para que lo oyeran- comentaba algo así: –el queso de Don José tiene gusanos – la machaca es de perro – las aceitunas están bombas, huelen mal – el frijol tiene gorgojos – hubo enyerbados con el queso de Don José -está más barato anca Don Epifanio – que caro vende Don José – anca Judith hay ofertas- ¡puta! que barato está con El Chacho-. Así, a diario inventaban defectos a los productos y servicios del Sol de Abril, fue tanto que la clientela empezó a mermar y al rato, muy pocos compraban a Don José que no hallaba que hacer. Craso error cortar el árbol, hasta una multa recibió de la delegación. Nada podía hacer. El árbol iba a crecer pero a su tiempo, no había forma de acelerarlo. Tampoco podía pedir disculpas. Don José se había ganado la animadversión de casi todo el pueblo, andaba con la cola entre los pies.
Se acercaba el Día del Santo, el pueblo se vuelca en homenajes y alabanzas a San Ignacio de Loyola. Llega gente de donde quiera. Paisanos que están lejos recalan a San Ignacio los días últimos de julio, las rancherías se vacían, la música, el baile, el mariachi, las vendimias, el circo, la rueda de la fortuna. La feria, la diversión, es una parte, quizás la más estridente, pero el ceremonial de agradecimientos al santo, rosarios, procesiones, misas, es otra cosa y muy seria. Don José, para reivindicarse, para demostrar cuanto quería al pueblo –y al Santo- se propuso participar con devoción en todas las actividades santas, primero, donó una buena cantidad de dinero que asombró a toda la comunidad.
El día 31, el meramente día, Don José se estrenó unas teguas que le hicieron en San Francisquito, fue el primero que se aferró en el maneral de adelante para encabezar la procesión que llevaría al santo por todo el pueblo donde esperaban los feligreses, entre cantos, rogatorias, plegarias y jaculatorias salieron de la iglesia, los dieciséis escalones para llegar al pavimento con el santo a cuestas se hacen una eternidad, aparte, hay que mantener el equilibrio entre los de atrás y los de adelante, compensar el declive, balancear el peso del Santo. Algo pasó cuando Don José coloca el primer paso para empezar a bajar, la tegua se le resbala, se le dobla el pie, se le vence el hombro donde recae todo el peso, el santo se bambolea y como en cámara lenta, el santo se desprende del pedestal y de cabeza, en mil añicos, se estrellan en los escalones, doscientos años de historia.
No lo pueden creer. Don José se levanta, se sacude la ropa, la culpa, la pena, la vergüenza se refleja en su cara. Nada que hacer. Nadie dijo nada.
Se encerró en su casa, no se supo más. Cerró el Sol de abril
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Muy buena crónica que describe la ideosincracia y cultura de un pueblo con identidad propia, sus costumbres, y conflictos que surgen por lo complejo de las relaciones sociales.