juan melgar
La recua es la única manera de bajar mercancía de la sierra desde San Gregorio, –me dice Francisco, mocetón de 17 años–: los burros para la carga y la mula como cabalgadura. Recuerda la vez que bajando, tumbó con el riflito 22 un borrego cimarrón que, mansito, lo veía desde un piedrón elevado, como a veinte metros. Cayó hacia atrás pero el cimarrón volvió a subirse a la roca; recargó y lo tumbó de nuevo. Así estuvo disparándole al borrego hasta por cinco veces. Subió a revisar y se encontró con cinco animales muertos. ¡Caía uno, y otro tomaba su lugar en el piedrón! Es imaginativo el muchacho, pero jura que el episodio sucedió el año antepasado, “por estas fechas”. Carga los burros con los cueros de res curtidos y la talabartería color miel trabajada por sus hermanos: polainas de cuero grueso, como las “armas” que protegen del monte espinoso los muslos del jinete; sillas tejanas de cabeza grácil; fundas de cuchillo o rifle; alforjas de solapa para llevar el bastimento a lado y lado de la montura tras la teja de la silla; caramayolas circulares de lámina para el agua forradas con piel suave; botas de caña alta… También carga sobre las albardas de dos machos, enormes quesos cuadrados de chiva envueltos en manta cruda, y hasta dulce de pitaya y toronja en latas cuadradas de lámina. Luego, a emprender el viaje de bajada sobre terreno pedregoso de malpaís hacia el oasis para vender o entregar los productos y comprar en las tiendas de Cota, de Meza, de Floriani, los granos, la manteca, la harina, el azúcar, el café en grano verde para tostar, así como los encargos de las hermanas y primas: que si el listón, las telas, hilazas, agujas y toda esa bisutería que las amanuenses rancheras requieren para combatir aburrimientos. Para ellas, San Gregorio es el paraíso. O casi, porque además de las tareas propias del rancho: lavar ropa, barrer patios, ordeñar reses y chivas, hacer queso y mantequilla, ayudar a la madre a atender a los hermanos y al padre de todos con la comida o el café… queda algún tiempecito para bordar, coser en la Singer el vestido “para cuando repiquen recio” las campanas de la Misión y se celebre la fiesta de San Ignacio, patrón de los jesuitas que fundaron ese pueblo que a todos acoge los últimos días de julio de cada año. Llegada la fecha, Francisco vigilará desde la retaguardia el paso seguro de las mulas que montan sus hermanas y primas, que platicarán animadas, nerviosas por el acontecimiento. Bajan los serranos de San Francisco, Santa Marta, San Gregorio, y se dejan venir los pescadores de la costa del Pacífico a gastar lo ganado en la captura del abulón y la langosta y a buscar novia entre las jóvenes relujadas y pizpiretas que dan la vuelta en la plaza, con un fondo musical revuelto de mariachi, banda sinaloense y conjunto norteño; lo que sea, pero que exprese las ganas de decirle a todo mundo que aquí están, que serán felices hasta que el dinero se acabe y la cruda asalte cuerpos y espíritus.
Francisco no bebe alcohol. No le gusta. Preferirá observar con detenimiento a las muchachas que circulen por la plaza, movimiento interrumpido por los pleitistas que, beodos, golpean a su adversario para luego abrazarse y seguir bebiendo cervezas por el lado menos lastimado los labios floreados por los puñetazos. Acompañando a las muchachas, Francisco regresará por la noche al barrio de San Juan, donde su recua espera que muy de mañana apareje las cargas y ensille las cabalgaduras de sus parientes femeninos para, a pasos medidos, volver por los cerros pedregosos a subir la sierra donde el resto de la familia espera por los encargos y las novedades de la fiesta.
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