No sé ahora, pero recuerdo que las jornadas para festejar el Día del Maestro, todavía hace unos cuantos años eran verdaderamente maratónicas, especialmente cuando la fecha recaía, como está vez, en domingo o en lunes, pues entonces, las fiestas patronales empezaban a veces desde el viernes, temprano, en las asambleas escolares, que terminaban casi siempre en comidas organizadas en contubernio de las sociedades de padres de familia y las directoras o directores.
En las escuelas se entregaban reconocimientos a los maestros más populares y se invitaban a los jubilados que habían trabajado en el plantel y a veces, los festejos se reducían a pastel y gelatina en las propias aulas, donde los maestros recibían regalos de padres y madres y cartitas de cariño de sus alumnos.
Ya en las fiestas, salían a relucir las hieleras repletas de cerveza y las viandas de birria o barbacoa.
Luego venían las fiestas de las delegaciones sindicales, muchas veces patrocinadas por el sindicato de maestros y/o por la cooperación de los propios docentes de las diferentes escuelas que integraban la demarcación sindical; pero cuando las delegaciones estaban constituidas por miembros activos y trabajadores, éstos organizaban en el transcurso del año escolar, diferentes actividades para recaudar fondos para el festejo.
El mero día, desde temprano comenzaban las actividades oficiales en la Rotonda de las y los sudcalifornianos Ilustres, para luego continuar en el Teatro de la Ciudad, donde se desgranaban los discursos monótonos de las autoridades sindicales y educativas, casi siempre inaudibles, debido a las consignas y el griterío de los trabajadores disidentes desde las galerías altas, mientras en la platea, los asientos eran reservados para los docentes emperifollados que recibirían reconocimiento por sus años de servicio así como para sus familiares.
En la víspera, los trabajadores disidentes habían puesto al carbón algunos trozos de diezmillo mientras preparaban las mantas que desplegarían al día siguiente desde el graderío del teatro abarrotado.
Después de la entrega de medallas, seguían las fiestas organizadas por el gobierno del estado, casi siempre en el caimancito, con la presencia de los maestros reconocidos y una élite inevitable de políticos y funcionarios o si no, en los domicilios particulares de los homenajeados, con los amigos más cercanos y los familiares, ubicados en mesas con manteles blancos en los patios recién regados o bajo los mangos y los tabachines mientras correteaban, entre ellas, los nietos y los sobrinos en medio de una algarabía interminable.
Eran aquellos tiempos en que parvadas de maestros recorríamos las fiestas del día del maestro, las propias y las ajenas y ya a medios chiles, nos daba por discutir de democracia sindical y otros demonios, mientras esperábamos el anuncio del raquítico aumento salarial por parte de los líderes nacionales.
No sé ahora. Me imagino que debe ser algo parecido, porque creo que la profesión de maestro y maestra, sigue poseyendo la nobleza que tenía hace tiempo, a pesar de los intentos de un sector de la derecha de desprestigiar la tarea docente. Hoy, los trabajadores de la educación merecen como siempre, un lugar preponderante en la sociedad y ser reconocidos en el desarrollo de los pueblos, como antes era, cuando el maestro se constituía en la más alta autoridad y en la única fuente de información y de conocimiento en las comunidades aisladas y apartadas.
Hoy, las sociedades han crecido; un gran número de profesiones han cobrado importancia en la ciencia y la tecnología, pero la tarea del maestro sigue siendo la única que persevera en la mente de los pequeños cuando se hacen adultos, porque incluso son parte de su formación y desarrollo, porque su acción está intrínsecamente ligada a la magia de nuestros sueños, en ese mundo a veces triste, a veces soledoso, pero casi siempre feliz de cuando fuimos niños.
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