Evocaciones de Sudcalifornia

José Guadalupe Posada

Jose Guadalupe Posada - Miguel Aviles Castro

«Posada fue tan grande que quizá un día se olvide su nombre”: Diego Rivera.

Solitario y sin recursos fue enterrado en una tumba de sexta clase del Panteón de Dolores, quien muriera en una humilde vecindad de la parte vieja de la metrópoli ubicada con el número 6 de la calle de La Paz. Hablo de José Guadalupe Posada.

Nació, vivió y murió en la miseria, dice su biógrafo Antonio Rodríguez, pero tan extensa e importante fue su obra, que es indispensable recurrir a ella, para trazarnos una imagen viva que todavía palpita y puede estar vigente de fin del siglo antepasado y principios del anterior.

Mediante sus textos y grabados que los ilustran es posible hacer una reconstrucción de hechos de esa bella sociedad y trasladarnos a ese episodio de la historia de México, caracterizado por pretender embellecer todo aquello que no era, pero que permitía a las damas elegantes de su tiempo pasar por la calle de Plateros como por un salón, y a don Porfirio inaugurar modernas y cómodas penitenciarías con el “aplauso de la gente”.

Eso que parecía irse, no se fue del todo en el periodo posrevolucionario ni en el llamado México contemporáneo ni tampoco en el pasado inmediato. Frente a la similitud que se vivió en los años recientes, el periodismo crítico encontró cabida y con él nacieron excelentes caricaturistas y moneros que, con su aguda ironía en sus carteles, de alguna manera rendían homenaje consciente a Posada, tratando de registrar todas las pulsaciones de la vida política, económica y social de estos tiempos.

Cuando hablo de periodismo crítico es tan sólo para diferenciarlo del periodismo oficial o militante, ronroneador del poder, esté quien esté, ya que, en estricto sentido, periodismo siempre debe ser crítico o no es.

Volviendo con Posada, este hijo de humilde panadero, alimentaba a diario “el espíritu guasón y mordaz del pueblo mexicano”, pero no únicamente para provocarle la carcajada, sino además para despertar su inquietud y sacudirlo. Satirizó a los hacendados, a los hambreadores, a los falsos ministros de Dios de los cuales sigue habiendo muchos, y hasta al omnipotente dictador. Hablo, claro, de Porfirio Díaz.

Por eso el hidrocálido se caracterizó, junto con el editor Antonio Venegas Arroyo, por ser un periodista crítico de la sociedad en que vivía y por el fiel compromiso que tuvo con su pueblo.

Posada se caracterizó también por sus calaveras con las cuales estocó a los poderosos, a los ricachones, a los sabihondos, en fin, a todos los que por una u otra razón se creían superiores a los demás, dejándoles claro “que sus privilegios son fugaces y que pronto se esfumarán”.

Sus calaveras —esa especie de epitafio humorístico, cáustico, corrosivo, en forma de versos principalmente octosílabos y con rima, dedicado el día de difuntos sobre todo a los gobernantes… y a los que se pueda— llevaban siempre esa burla, esa ironía, esa irreverencia hacia las costumbres y conductas elitistas del momento. En ellas y en general en toda su obra, la advertencia va sobre todo dirigida a la gente del poder.

Por eso ahora no es posible concebir una calavera mansa, débil, piropera, fofa, ñoña, sin rima ni métrica y, peor aún, cómplice de quienes quieren ocultar una realidad que en mucho se asemeja a la que vivió Posada. Pero esto no lo entienden algunos diarios que invitan, convocan a realizar calaveras, pero abajito, como advertencia, piden que no sean ofensivas, cercenando así toda la obra de Posada.

Si Guadalupe las viera
Se moriría de risa
Porque una calavera
Es punzante, no sumisa

Y es que este artista libre, jamás orquestador de nadie, pudo jugar ampliamente con su obra y estirarla hasta donde él quisiera sin posibilidad de que un coqueteo oficial lo limitara. Su trayectoria y su profunda sensibilidad social navegaron de lado a lado, siempre ajenas al periodismo cooptado.

Tal vez por esa razón, en una fosa común del panteón de Dolores y acompañado sólo de tres amigos, fue sepultado con la humildad que caracteriza a los grandes. Nunca nadie reclamó sus despojos y, como dice con mucho tino Antonio Rodríguez, se volvió una simple calavera del montón.


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