De un tiempo para acá a esta ciudad se le ve cansada. Quien quite y no lo admita, pero sus tardes llevan los brazos caídos y el bostezo a flor de calle.
La tan mentada y cosmopolita capital, dicen los que se resisten, no ve a estos tiempos con buenos ojos.
Puedo jurar que a ratos pide que la dejemos sola.
Esta observación se presta para el asombro. Para la indagatoria que de antemano supone un pesimismo.
Pero es la resistencia, y la negación; las ganas de que todo esto no sea cierto.
El pedazo de esperanza que aún queda y que te lleva a seguir picando piedra.
Vale decir que este agotamiento no es punto final. Ni tan siquiera se le acerca.
Es tal vez la ocasión para darle vuelta a la página.
Para develar la risa.
Es, quizás, el reflujo inducido, la caída dirigida, el tropiezo deseado para enderezar el vuelo.
Tocar fondo, sugieren los que conocen el insomnio como la palma de su cama y todos reparan contra tan impensable atrevimiento.
De los dientes para afuera, esta ciudad sonríe. Irradia simpatía.
Visita el parque, sorbe su café, comenta las noticias diarias, se interesa en la politiquería, les pone atención a los payasos, hace apuestas, regatea en el mercado, seca su frente, compra un billete con terminación en cuatro.
Esta ciudad sobrevive: pide un vaso con agua en la madrugada y se vuelve a dormir con la luz prendida.
Sueña con muñecos sin cabeza, le asusta el color de la luna y moja las sábanas sin darse cuenta.
Esta ciudad no sabe todavía decir que no y por eso llega cada loco a gobernarla. Luego, tan deprisa-tan despacio que corre el tiempo, no halla que hacer con él.
Si le discute, él le guiñe un ojo; si le reclama, él le manda un ramo de flores; si le grita en su cara, él le besa su frente.
Esta ciudad es alcahueta. No hay día que no escuche tonterías. Nada reprocha. Camina de prisa y le salen los cortesanos a su paso: alfombra roja casi tienden y le hacen caravanas.
No hay hora que no le ofrenden un piropo. Estrenan traje nuevo, ponen al día su léxico, le hacen mil promesas, la siguen por varias cuadras, se le insinúan, se bañan en perfume de importación, no dejan un cabello suelto, reviran al espejo, untan salivita en su copete.
Esta ciudad no quiere andar sola. No les habla a desconocidos. Si es necesario apresura el paso. Busca un refugio y, asumiendo el riesgo, le hace la parada a un oficial.
Esta ciudad se sienta en cuclillas en una esquina. Su vista se pierde en cualquier punto. Ronda el humo, y mucha, mucha risa. Esta ciudad duerme donde la caiga la noche. Le gusta dividir al mundo y le suelta la mano para que se vaya deshaciendo como un cigarro.
Esta ciudad tiene la boca reseca. Camina treinta cuadras y, a los lejos, alcanza a ver un eslabón de fierros retorcidos. Corre a encontrarse con ellos y al llegar, oh sorpresa, sólo levanta una factura.
Esta ciudad te habla. Detiene tu paso. Se fija en la marca de tu camisa y solicita la hora. Echa la pavesa de su vida en el cofre de una ambulancia y le pide que avance, mientras se arroja a sus llantas.
Esta ciudad tiene un color intenso.
Esta ciudad es daltónica: dice que el cielo es rojo y afirma que el mar es como una yema de huevo.
Esta ciudad se mece debajo de un corredor y pide que ya le tiendan la cama. Esta ciudad ronca cuando apenas están llamando a misa.
Esta ciudad está cansada pero no sabe que decir que no: sale al parque, toma su café, platica las noticias diarias, se interesa en la politiquería y le pone atención a los payasos: y todo porque esta ciudad no saber decir aún que no.
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