Era 30 de abril, y se celebraba el día del niño, por el año del 98.
Dos obras ocupaban nuestros esfuerzos profesionales; la construcción de sendas plantas de tratamiento de aguas residuales en las comunidades de, San Juan de Los Planes y la de El Pescadero. Ambas ubicadas en el municipio de La Paz en Baja California Sur.
La noche del día anterior se nos fue agotando en el agradable transcurrir de un convivio, que duró, hasta pasada la media noche. Nuestras compañeras de vida se reunían para ultimar los detalles respecto de la organización del evento que realizaríamos para agasajar a nuestros niños, en su día. La fiesta sería realizada en el retorno de la colonia, lugar donde se encontraba nuestra residencia.
A la mañana siguiente, muy temprano, como todos los días, nos despertábamos sintiendo en nuestros ojos los efectos y estragos que se manifiestan tras una gran velada; en ocasión de atender nuestros compromisos, de trabajo, partí hacia la comunidad de San Juan de los Planes.
Había que realizar el viaje, muy de mañana, antes de que la aparición del sol se convirtiera en un riesgo para el manejo, ya que la orientación y trazo de esta vía de comunicación tiene franco al este, y al aparecer, nuestro luminoso astro rey en su milenario andar, se posa de tal manera que no permite ver más allá de una reducida y peligrosa distancia.
Dada la hora tan temprana de mí salida de la ciudad, no encontré ninguna de las tiendas, ni changarros abiertos, donde pudiera conseguir el imperioso e imprescindible suministro de mi cajetilla de cigarros, artículo requerido por mi organismo, consecuencia de la añeja dependencia al tabaco, como de primerísima necesidad. Mis hábitos, de nicotinómano, eran ya empedernidos, originados por las malas costumbres adquiridas hacía ya, desde hacía muchos años atrás; en mi adolescente existencia.
Fue entonces que tuve que realizar la primera parte del viaje, de este día, sin la correspondiente dotación de mi estimulante cómplice.
Mi segundo hijo, el Samy, había nacido desde fines de mayo del 91, y dadas algunas de las situaciones especiales, en su nacimiento, fui convocado a retirarme de esa mugrosa afición. Logré cumplirlo sólo en parte, ya que dejé de fumar en el interior del hogar o bien, lejos de su presencia. Pensaba, yo, que con eso quedaba zanjado el asunto, de mi parte. ¡Nada más alejado de la realidad!
Casi para subir al auto, me grita mi esposa;
—¡No te vayas a entretener, para que alcances a estar con nosotros, en la fiesta!
El camino que conduce de La Paz a San Juan de los Planes, es un recorrido de cuarenta kilómetros que inicia con una gran pendiente, que hay que salvar, para subir a la maravillosa sierrita que en las épocas pluviales se viste con un manto excepcionalmente verde brillante, dejando atrás el verde gris desértico del estiaje.
La cuesta arriba se prolonga hasta, prácticamente, la mitad del camino y posteriormente aparece como un verdadero sortilegio el hermoso vallecito agrícola de San Juan de los Planes; acto de magia que la naturaleza nos permite admirar desde lo más alto de la ondulada serranía, ese espléndido y breve espacio que se baña con una luz que envuelve su cristalina atmósfera bajo un aire cálido y transparente.
Por la vista de la izquierda se divisan las playas que se extienden desde Punta Arenas hasta La Ventana y El Sargento, por todo el recorrido que define el canal Cerralvo. Además de gozar de la bellísima estampa que nos regala la Isla con el mismo nombre del canal. (Sí, se trata de la misma Isla que fuese el centro y motivo de acaloradas discusiones, acarreando con ello, toda clase de manifestaciones de conflictos sociales, al intento de cambiarle el nombre de Cerralvo a Jaques Cousteau).
Al arribo a la obra, lo primero que hago es buscar, entre los trabajadores, alguien que me provea de un cigarrillo. Para colmo de mis males nadie tiene ¡ninguno, en ese instante! Inicia entonces, en mí interior, un estado de angustiante ansiedad.
Mi pensamiento, a partir de este momento, esta centraba con una fuerza inaudita, en conseguir un cigarrillo, al menos. Y Toda vez resueltas las necesidades del momento en esa construcción, me traslado a la siguiente obra. De hecho sentía una prisa desesperada por retirarme de ahí; mi prioridad era lograr darle consuelo, si no alivio, a mi maldita adicción.
Para continuar con mi viaje, tomo el camino por la brecha, en terracería, que conduce de Los Planes a San Antonio; se trata de un recorrido de veinte kilómetros que regala a los paseantes la fortuna de admirar una vista sin igual, cuesta arriba, para, dejar atrás la costa y llegar de nuevo a la sierra.
Desde poblado de San Antonio, toma uno la carretera transpeninsular, tramo que fue forjado a base de cortes de cerros, resultando una vía extremadamente sinuosa, pero de una belleza excelsa, pasando por el tradicional y mágico pueblito minero, denominado El Triunfo. Ambas comunidades, mineras por vocación.
En este breve recorrido se exponen, para agasajo de nuestra vista, las exquisitas y monumentales fachadas de sus antiquísimas construcciones, además de las gigantescas torres de sus chimeneas, erigidas en una magistral muestra de la arquitectura de muchísimos años atrás; mostrando su majestuosidad en un despliegue inigualable de la ingeniería.
Para estos instantes, lo sinuoso del camino se torna irrelevante, comparado con el estado de ansiedad que se ha apoderado de mis disminuidas habilidades pensantes. Mis apuraciones por llegar a cualquier lugar donde se expenda el ansiado tabaco, me lleva a escuchar el chirriar de los neumáticos. La velocidad en el tablero del automóvil indica muchísimo más por encima de los 40 km/h permitidos en esta zona; violentaba yo las reglas de tránsito y seguridad, sin mayores justificaciones que el estéril intento por llegar a conseguir a mi nicotínico aliado.
De súbito, sentí algo irritante recorriéndome por el rostro, y por breves instantes sentí un sudor perlándome la cara y como si fuese algún acontecimiento mágico, un repentino e improvisado pensamiento me asaltó; lo escupí violento y en voz alta.
—¡Con una chingada! ¡Me voy a matar por culpa de un perro y desgraciado, cigarro de mierda!
Me invadió enseguida una suave brisa de calma. Me prometí en ese preciso instante, que iba a dejar de fumar
¡por todo el tiempo que me quedara por vivir!
Reduje la velocidad del auto hasta colocarla en la reglamentaria. Desapareció el chirriar de neumáticos y recorrí la distancia restante del camino, con suma precaución. Disfruté al máximo aquellas bellas estampas que la naturaleza me ofrecía, ésas que se despliegan, sin igual, en la constelación de un maravilloso espectáculo visual.
Crucé el apacible pueblo de Todos Santos, denominado “Pueblo Mágico”, enclavado en las maravillosas costas del Océano Pacífico y en unos cuantos minutos, más, estaba en la comunidad de El Pescadero.
Eran ya, alrededor de la nueve de la mañana. Las tiendas y changarros de abarrotes ya habían iniciado la atención a sus clientelas. Los muchachos, en la obra, casi todos degustaban del sabor de un buen y aromático cigarrillo, inmediatamente después de haber disfrutado de su opíparo desayuno.
Por un instante pensé;
—¡Chingue a su…, voy a pedir un cigarro! Al fin que no le he dicho a nadie de la promesa de hace rato.
Sin embargo realicé un recorrido mental hacia atrás, hasta cuando había formulado, en mi mente, la promesa de no volverlo hacer por el resto de mis días de vida. “Algo” evitó que aquel absurdo pensamiento continuara maquinándose, en el intento.
Transcurrió, con parsimonia, el resto de la jornada laboral. Sin embargo, la angustia que provocan los efectos de la abstinencia, cuando un vicio se encuentra sumamente arraigado y domina con enorme ventaja a las voluntades, iba in crescendo, invadiéndome el espíritu y haciéndome perder el sosiego en el alma. Fue un día terroríficamente vivido, y en verdad, agotador y desgastante.
Durante el manejo, de regreso, el tiempo parecía desplazarse denso, pastoso y el aire, pesado, irrespirable. La carretera parecía oscilar, y ocasionalmente se bifurcaba, presentando dos posibilidades de ruta. Sin embargo, logramos recorrer ese pesado trance.
Atardecía con un clima suave, templado. Los rayos naranjas del sol asaeteaban horizontales desde el fondo de la calle alargando las sombras de los árboles que partían en dos, la calle. Concluí mi recorrido del día para llegar a mi casa. Poquito antes de bajar del carro, llegó corriendo mi pequeño hijo, el Samy, hasta el auto. Iba vestido muy elegante, el chamaco, portando de pies a cabeza, con gallardía inocente, el ajuar de beisbolista. La fiesta del día del niño estaba a un segundo de dar inicio.
Al bajar del automóvil, el niño me cae hasta los brazos de un enorme brinco, gritando y preguntándome;
—¡Papi, papi! ¿Qué me vas a regalar?
—Mmm…, A ver, a ver, te-voy-a-regalar…, ¡Qué voy a dejar de fumar, para toda la vida!
Los ojos de la criatura resplandecieron mostrando un enorme brillar de alegría. El niño, que ya había sido testigo de las innumerables ocasiones en que había sido yo invitado a retirarme del tabaquismo, sin poder evitarlo, saltó de alegría hasta alcanzar el suelo, y chocando mi mano, contra la de él, gritando;
—¡Machín, papi! ¡Machín!
En seguida, inició el niño, una descomunal carrera hasta llegar al lugar donde se encontraba su madre, iba cargado con el ansia de informarle del regalo que le acaba, yo, de hacer.
Adquiría, mi compromiso, a partir de este instante, dimensiones tan descomunales que pincelaban una brecha que yo mismo presentía, sería muy difícil de recorrer. Pero la suerte estaba echada.
Por supuesto que no fue un inicio fácil. Después de probar muchas maneras diferentes, tal como chupar dulces y hasta piedras; colocar una pequeña pieza de madera, muy parecida a las dimensiones de un cigarrillo, entre mis labios, aderezados por otros tantos remediajos. Pero si de algo sí podemos presumir, a la distancia, es que a la fecha, ¡seguimos sin fumar!, librando una diaria, enorme, eterna y cruenta batalla, por seguir lográndolo.
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