…Su padre, Francisco Talamantes Navarrete, observaba la escena, en medio de la oscuridad en que había quedado la casa después de haberse apagado los faroles y las lámparas de petróleo; parado a un lado de la puerta, con la pistola en mano, aún con la certeza de lo inútil que pudiera resultar el arma en cualquier caso, por un momento, en su rostro, el temor y la preocupación dieron paso a la admiración hacia aquella mujer, que aún con su pequeña estatura protegía a su primogénito, rodeando en un abrazo denodado al joven aquel, al que había aprendido a querer con la misma intensidad como si el muchacho fuese de verdad carne de su carne y sangre de su sangre.
Había sido suya en una noche fugaz de plenilunio, en una entrega también fugaz, con la que ella pagaría la deuda consanguínea del desamor y la ofensa de honor hacia su marido por parte de su hermana.
Entonces ella asumiría el cuidado de los hijos abandonados sin que nadie, siquiera, se lo hubiese pedido, sin embargo, con la aprobación tácita y callada de sus padres, acosados quizá, en su interior, más por el sentimiento de culpabilidad que por el amor humanitario hacia sus nietos.
Por su parte, el hombre había recibido aquella entrega fortuita, abandonado en la desolación y la incertidumbre, en la encrucijada del dolor aún soterrado del desamor, descubriendo en los ojos sumisos de esa muchacha, los ojos abiertos y llenos de terror de su hermana, semidesnuda y asustada, en aquella otra noche, lejana e inolvidable de luna llena.
-Ora que vayas pa´La Paz,- le había a dicho suave, como un susurro, su amigo más cercano, en una tarde previa de juego de malilla y conquián salpicada con tragos de brandy y cigarrillos, debajo del salate más grande de la huerta.
-A la mitad del trecho dejas que la peonada se siga pa´delante; diles que te enfermaste, que luego los alcanzas; y te regresas, pa´que llegues a tu casa entradita la noche, ora que hay luna llena- le dijo.
Francisco no acusó aquel comentario ni con el menor gesto de su cara, y con la misma parsimonia de siempre continuó repartiendo las cartas, para tan sólo responderle al amigo con una mirada más fría que el espejo del manantial cercano, que se quebraba y titilaba por el chorro del agua que brotaba desde el cerro y caía en cascada y luego se desbordaba y corría embebeciéndose en la arena blancuzca del arroyo.
Luego, por la mañana, Francisco se dedicó desde temprano con denuedo a los preparativos para la salida hacia la capital del Territorio con la vendimia de la temporada.
Ordenó a sus hombres, con un hueco en el estómago y una culebra en la garganta, enganchar la recua de mulas cargadas con canastas de orejones de mango, con jabas tejidas con vara de palo de arco, repletas de panocha de gajo, con jarrones llenos de dulce de papaya casi recién cocido y sacos repletos con naranja agria y limones reales, hasta que casi en mediodía, con la luz filtrándose a chispazos entre las gigantescas ramas de aquellos mangos centenarios, empezaron a ponerse en movimiento en medio de la agitación y la algarabía.
En el aire se levantaba el polvo de las patas de las bestias al retobar por las correas de las riendas y se confundía con la romería de los gritos de los arrieros y las risas de las mujeres que despedían a sus hombres, quienes con una mano, golpeaban con una vara las ancas de las mulas para que siguiesen al hombre aquél, de adelante, elegantemente encorbado sobre un tordillo saleroso que bailaba sobre la arena brillante del arrollo, mientras que con la otra mano, agitaban sus sombreros de palma para decir adiós a sus seres queridos.
Ya por la tarde, después de varias horas de haber cabalgado en silencio, con los ojos entrecerrados para filtrar la luz del sol en pleno descenso, con la chispa de un dolor soterrado y profundo en el fondo del pozo de sus ojos, Francisco ordenó detenerse a la caravana y disponer todo para la velada.
Después de haber avisado al capataz del grupo que regresaría al pueblo y le encargara que continuara nomás amaneciendo, Francisco cabalgó solitario, desandando las ancadas de la bestia, recogiendo las huellas de ese dolor del alma que fue dejando tras su paso, escuchando a lo lejos los aullidos más tristes que nunca de los lobos hambrientos en el monte, alumbrando el camino con el tizón encendido de sus ojos.
Luego, se apeó de la bestia y aseguró con calma la brida en la tranca que delimitaba la huerta, que a esa hora reverberaba por la luna. Lentamente, despacio, se quitó la espuelas y se fajó en el cinto, por la espalda, la cuarenta y cinco que había sido el regalo más estimado de su padre. -Úsala sólo para defender tu honor o defender tu vida- le dijo en un cumpleaños del muchacho, cuando descubrió que a hurtadillas se había rasurado por primera vez la incipiente sombra del bigote.
Luego siguió caminando, por la acequia, huerta abajo.
Al olor de guayabas pudriéndose en el suelo le seguía el leve siseo del viento atravesando los guamúchiles y luego el llanto de un bebé que amortiguaba el ruido de sus botas acercándose sigilosas a la puerta, pegadas al muro de piedra de la casa.
Entonces, al abrir de un golpe la puerta de madera, la luz de la luna llena entró como un viento helado de ultratumba al interior de la morada, mientras una sombra abría la puerta del traspatio y se deslizaba como un fantasma sobre el baldío del terreno perfectamente iluminado, moviéndose a duras penas, como un blanco perfecto para la puntería infalible del hombre cuyos ojos se alineaban a la mirilla del arma amartillada.
Todo fue en un instante, un sólo segundo entre la vida y la muerte, entre el perdón y la venganza, entre el hombre semidesnudo que brincaba la tranca de madera y volteaba hacia atrás, con el rictus del miedo sobre su rostro pálido, y el hombre aquél, que descubre a la distancia, emblanquecidos por la luz mortecina de la luna, unos ojos que le suplicaban desde lejos – ¡No me mates! ¡No me mates hermano!- y que luego se diluyeron y se perdieron, amparados por la negrura de la sombra de los naranjos y los aguacates.
Habían pasado tantos años ya, desde aquella noche triste, en que, en medio de la huerta, a escondidas del mundo, completamente a oscuras, Francisco Talamantes Navarrete lloró como si fuese un niño, sentado sobre el tronco de un ciruelo centenario, con el rostro hundido en sus manos callosas, con el arma sin disparar, perdida entre los huesos podridos de los mangos desparramados en el suelo, Lloró quien sabe por cuánto tiempo, por el dolor del doble desamor y por la desencarnada inclemencia de la doble traición, y lloró, hasta casi el amanecer, aún mucho después de que una sombra menudita saliera a hurtadillas de su casa, con la cabeza y la mitad de la cara cubiertas con un chal negro tejido a crochet por las propias manos de su hermana menor, con lana traída desde la Perla de La Paz por los arrieros de Francisco Talamantes, y se colara, como un fantasma, por la brecha hacia arriba de la huerta, que conducía al camino Real, y se perdiera por él por siempre y para siempre.
Ahora amaba a esa otra mujer. Había aprendido a amarla gracias a esa dócil sonrisa que lo seguía a través de los años, que lo asaltaba en los momentos menos inesperados del día y entre los trajines de las brechas o las conversaciones de los arrieros y entre los regateos y ofrecimientos de los comerciantes y los rancheros que a veces llegaban hasta los patios de su casa, o que se encontraba de repente, en los meandros de los caminos reales; esa sonrisa, que poco a poco, a fuerza de paciencia, le iba aliviando de la ponzoña que a veces le carcomía el alma, y que le espantaba, por la noches, las mordidas de los recuerdos que lo mantenía en duermevela y terminaban por asustarle el sueño.
Ella había encontrado la forma de curarle las cicatrices con las menjurjerías del silencio y del amor y él, se dejaba curar, como perro apaleado por las mataduras de la vida.
También los hijos de Francisco Talamantes Navarrete aprendieron a amarla con aquella inocencia que hace que los niños pronto olviden las cosas mala de la vida, y todo, gracias a la entrega incondicional de aquella mujer que arriaba con ellos a todos lados a donde fuera, que la seguían por la acequia prendidos de sus enaguas, siguiendo sus huellas y las de sus hermanos sin saber el rumbo o el destino, como pollitos detrás de la gallina, sin guardar en sus recuerdos ningún rastro de aquel instante en que prácticamente habían quedado huérfanos de madre debido al desamor, y porque además, el pueblo entero había decidido borrar de un plumazo y para siempre, la historia de esa noche de luna llena que a todos les dolía en el alma.
Un estruendo que semejaba al de mil ratas chillando y peleando unas contra otras, cortó de tajo los recuerdos del viejo. De repente, aquello se convertía en un pandemónium que parecía no tener final, y que sólo en pequeños intervalos, el ruidajal se reducía a largos y profundos gemidos que enseguida daban paso a risas apagadas que iban y venían.
Luego, se escuchaban balbuceos que parecía que llegaban de lejos, y que al rebotar contra las paredes de la casa y aumentar su intensidad, semejaba al cuchicheo de varias personas que se murmuraban palabras entre sí en una lengua rara y desconocida.
Rosaura Aguilera abrazó, de nuevo a su hijastro y repegó su mejilla contra la cabellera alborotada de Francisco
-Ya ves mijito, ¿ Por qué no me hiciste caso? ¿Desde cuándo andarás haciendo esas tarugadas?- le dijo, presionando ahora con mayor fuerza la cabeza del joven sobre su pecho, como para protegerlo de todo mal, con la misma intensidad y la misma determinación que lo venía haciendo desde aquella mañana en que los encontró a él y a sus hermanos más pequeños abandonados, solos, como perros sin dueño, en la habitación, de sus padres, donde aún yacía sobre el suelo un par de botas con restos de hojarasca pegados a las suelas y una camisa a cuadros rojos, desfallecida, como cuerpo sin alma sobre las baldosas del piso, y frente a la enorme cama, sobre la cómoda labrada de caoba, en total confusión y desparpajo, un alhajero en forma de baúl, con rosas venecianas labradas en plata y forrado su interior de satín rojo púrpura, con sus tapas abiertas y con restos de pedrería y bisutería en completo desorden; a un lado, otro alhajero con forma de piano de cola blanco, sobre el que se encontraba una bailarina de ballet, de pie, en quinta posición, con los pies cruzados sobre sus rodillas y sus manos al aire, encima de su cabeza, coronada ésta con una tiara dorada y plumas azules, en espera de que la maquinaria de cuerda hiciera sonar de nueva cuenta, en la simplicidad de su monotonía, la pequeña introducción de la Primavera de Vivaldi.
Rosaura Aguilera observó cómo de los cajones de las cómodas y los roperos, a medio cerrar por la premura, asomaban las mangas de una blusa de crepé en lino y algodón, lo mismo que los volantes de algunas faldas de popelina blanca, y sobre los pisos de los roperos, diferentes pares de zapatillas y sandalias permanecían en orden, formados unos a un lado de los otros. Sobre el desarreglo de la cama yacía una maleta de cuero color vino, con la ropa de adentro acomodada de tal manera que no podía discernirse si la maleta había comenzado a hacerse o deshacerse.
Francisco, el más grande de todos, con los ojos abiertos, sentado sobre su cama, con dos de sus hermanos junto a él, asiéndose de las mangas de la camisa de su hermano mayor, como si con ello se libraran del pesado silencio que envolvía la casa como una costra. Sobre su regazo, adormecía, como un autómata, a un bebe de escasos ocho meses, envuelto en cobijas que, cansado de llorar, ahora dormía pesadamente, entre largos y profundos suspiros, encontrando en el olor y calor del cuerpo de su hermano mayor las emanaciones del cuerpo de su madre ausente.
Continuará…
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