Me acordé, cuando veníamos a La Paz, con la juventud encima, al igual que el polvo y el olor a chamizo del Valle querido entre los pliegues de la camisa.
A veces nos despertábamos en el autobús, en medio de la cruda de la noche anterior, en el kilómetro 35, y lo sabíamos no porque viéramos el anuncio en la carretera, sino porque el húmedo sofoco del mar empezaba a pegostarnos la piel de la cara y de los brazos y sentíamos el freno del camión al bajar por la larga cuesta.
Era una ciudad hermosa La Paz, y nosotros nos sentíamos como fuereños asustados ante tanta belleza y tanto mar y tanto azul, acostumbrados a mascar el ocre de las calles del Valle, con los ojos entrecerrados para que el polvo no nos los irritara, en aquellas ventiscas rebeldes de las tres de la tarde.
Bajábamos embelesados por calles empedradas que todas terminaban en un mar que rompía suavemente sobre un malecón que en ese tiempo, le daba a la ciudad la imagen de un pueblo mágico.
No había grandes tiendas de marcas trasnacionales ni cadenas de supermercados, y en casi en todas las esquinas se podían encontrar carretas donde vendían el ceviche de sierra.
En ellas había una enorme colección de botellas multicolores de salsas de chile y de tomate así como los enseres de platos, cucharas y servilletas, y en el medio, como un Dios, una hielera rojo brillante en cuyo interior, sentada sobre grandes trozos de hielo, se miraba el frasco de vidrio con Ceviche de sierra.
Y no es que en el Valle nadie hiciera ceviche, pero en aquel mosaico de culturas y costumbres que éramos el tatahuilaje de aquel entonces, las recetas eran tan diversas como las regiones de las que provenían los pioneros agricultores del Valle de Santo Domingo, y entonces, el ceviche de sierra, blanco, como si fuese arroz con leche, con escaso tomate picado y mucha cebolla blanca, oloroso a orégano del monte y limón recién cortado, aderezado con salsa huichol y los chistes porteños de los cevicheros, acompañado con cerveza modelo fría, la que rifaba en ese tiempo, antes de que los oxxos inundaran con tecate light, con su sabor dulzón, todo el Estado, se quedaba, el ceviche, impregnado en nuestros sentidos por siempre y para siempre, enraizado en el tronco viejo de nuestros recuerdos que a veces florecen, como florecían en aquel tiempo de ensueño las matas blancas de algodón sobre los surcos del Valle y los limoneros llenos de azahares a lo largo del malecón.
Por eso, ese buen ceviche de este domingo. Provecho.