Ayer en la noche, veía una película en la que, a un tipo, no le hacían las balas.
Se tambaleaba nomás, pero no le hacían y él seguía matando gente.
Confiado en su inmortalidad, desafiaba a cuanto enemigo tenía enfrente, picándoles la cresta y luego se retiraba muy orondo pavoneándose de su inmortalidad.
Si el proyectil de arma de fuego (como dicen los partes informativos o los certificados médicos), se impactaba en su pecho, nomás le sacaban chispitas, pero hasta ahí.
Si le daban en la panza, sólo rebotaban, si acertaban en la cabeza, acaso se rascaba y si le daban en el pie, aquella munición agarraba en dirección contraria, a gran velocidad como trasciende un chisme y con la fuerza que le pegaba al balón el Pata Bendita o el Cabo Cabinho.
Era, digamos, como la llamada anémona de mar, ese animal que hasta hace no mucho tiempo se pensaba que era una planta y, por tanto, era frecuentemente ignorado.
Leo que estas son consideradas como “las criaturas que esconden el secreto de la inmortalidad” y resultan ser animales de cuerpo blando que se adhieren a las rocas y arrecifes de coral en aguas superficiales.
Yo no sabía de esta fauna marina como tampoco supe qué fin tuvo la trama, porque opté mejor por ver una película con Alfonso Zayas y con la esperanza de soñar con las actrices que salían con él, me quedé dormido.
Entiendo que ese hombre siguió jugándose la vida, y con ese don recorrió cuanto lugar se pudo, al fin y al cabo, sería eterno. Como el salvarse de las balas ya no le pareció bastante, se empezó a echar a las llantas de los carros que pasaban, saltó de los techos de las casas sin red protectora de por medio, se comió tres murciélagos fritos que se encontró en una cueva, se quebró un cartón de envases de caguama en plena frente y en cada reto vivió para contarla.
Su pueblo le quedó chico para cualquier tipo de prueba y llegó a tanto su soberbia y desatino en esto, que vendió lo poco que conservaba de patrimonio para comprar comics de héroes inmortales y así llevó a su casa todos cuantos pudo haber de ellos y, de todos, ninguno le parecían tan bien como la biografía del Chapulín Colorado y perdiendo el pobre caballero el juicio, agarrarse para los barrios más violentos como quien le jala la piel a un tigre y alardeó frente a peligrosos delincuentes del Reclusorio Sur, choferes de microbús de la Ciudad de México y un ex líder del Partido Verde Ecologista, quienes teniendo poca sal en la mollera en cuestión de reyertas, comparado con tan insigne personaje, fueron derrotados en dos de tres caídas sin el menor límite de tiempo.
Eran los poderes con los que lo bendijo Dios, fue el mole que le daba su mamá cuando era niño, incidió que no permanecía a ninguna familia acomodada, o quizá porque nunca mentía, ni robaba, ni traicionaba, pero la verdad de que este hombre se volvió inmune frente a toda amenaza que pudiera significar la muerte.
No contaba ,sin embargo, con un día vino al mundo una pandemia de no sé qué mentado virus y fue entonces cuando la puerca torció el rabo. Quiso verlo como una pruebita más a superarse, tan incapaz para hacerlo morder el polvo, y salió a la calle abriendo plaza como si no pasara nada.
De acero como se sentía, no faltó a ninguna fiesta, las medidas preventivas le parecieron un ridículo, concurrió a tumultos, viajó de Mérida hasta Ensenada y él como si nada. Desdeñó toda vacuna, se rió de telas protectoras y distancias, y con autosuficiencia extrema, caminó por aquí y por allá, con una risa de tonto, como si caminara sobre las aguas.
Exacto: así como se sienten algunos jóvenes y algunos ya no tanto.
Ándale: como los que creen vivir solos en el universo y ocho cuadras más allá de su existencia.
Sí: como el protagonista de esa película, que no le hacían las balas.
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