Evocaciones de Sudcalifornia

Cuando estábamos completos todavía

Cuando estabamos completos todavia - Florentino Ortega

Cuando estábamos completos todavía, a nadie de nosotros se le hubiese ocurrido poner un altar de muertos los días primero y dos de noviembre de cada año.

Sí veíamos, cuando éramos chiquillos y atravesábamos lo campos de algodón para llegar al pueblo más cercano, para comprar los encargos de nuestra madre, que en los patios y los portales de las casas, incluso desde las vísperas, empezaban a aparecer pequeños templetes de diferentes formas; elaborados con cajas forradas de papel picado, y sobre los diferentes niveles, platillos de variopinto, objetos, talismanes y bisutería que rodeaban las fotografías de los difuntos de la familia.

El olor a flores de cempasúchil y veladoras inundaba las escasas calles del poblado y se fijaban en nuestras memorias infantiles como un recuerdo inolvidable, envuelto en el papel de cera del temor y el respeto hacia lo desconocido.

Nosotros no teníamos ninguno muerto todavía, y de alguna manera, eso nos despertaba un sentimiento de compasión y acompañamiento hacia aquellas personas que no habían tenido el privilegio de que sus vivos fueran para siempre, como pensábamos que eran los vivos nuestros, y ahora, esperaban, que las ánimas invisibles  de los que se habían ido en definitiva, regresaran  un día cuando menos, y anduvieran allí, deambulando  en silencio a un lado suyo, aunque su esencia imperceptible se diluyera en los olores a las veladoras encendidas, las flores anaranjadas y amarillas y los guisados esplendorosos.

Mucho menos nos pasaba por la cabeza aquella costumbre extraña de algunos pochos avecindados por un tiempo en el pueblo y cuyos hijos se disfrazaban de monstruos y momias y recorrían, por las noches desiertas, las calles empolvadas, pidiendo en el frente de las casas, dulces y regalos a cambio de no hacer ningún daño, a los vecinos que los miraban extrañados.

Los únicos enmascarados que conocíamos en aquel tiempo, eran los matachines que recorrían los poblados agrícolas a un lado de la carretera desde el primer día de la cuaresma, con sus máscaras de cuero representando a algunos animales, y sus adornos de carrizo y capullos de mariposa, bailando al ritmo monótono de un tamborcillo solitario.

Simulaban ser groseros e irreverentes y comían escondidos bajo la máscara lo que la gente les ofrecía, y con ademanes y gesticulaciones provocaban en nosotros un miedo irrefrenable cuando sus pies descalzos de campesinos, levantaban nubes de polvo en aquella danza inexplicable.

Ya más grandes, cuando empezaron a morir los más lejanos, acompañábamos a nuestra madre, en silencio, balbuceando alguna oración, sin saberla completa, a encender una veladora frente al retrato de la abuela fallecida por la costumbre arraigada de fumar sin tener un momento de reposo, dos cajetillas de cigarros Delicados en un solo día; o a la tía abuela, o a la abuela paterna que nunca conocimos.

Fue entonces que caímos en cuenta que nuestros vivos no eran para siempre, que empezaron a marcharse a veces sin avisarnos, y que el dolor de cada muerte era una cuarteadura irreparable en las paredes de aquella casa grande que siempre fuimos.

Y de repente, nos encontramos ubicándonos en el centro de un dolor que pensábamos nadie podía jamás sentir como nosotros; un dolor penetrante como el mismo olor de cempasúchil; un dolor desolado como el recuerdo de aquellos fariseos descalzos cumpliendo sus mandas y sus penitencias por los caminos polvorientos; un dolor que ya no nos hacía diferentes de los demás, y que por el contrario, nos hermanaba a todos en ese sentimiento de orfandad que  nos acompañará toda la vida.

Por eso estamos aquí, no por otra cosa, encendiendo las veladoras en medio de ese amarillo insolente y de ese laberinto del papel picado, riéndonos, bromeando entre unos y otros de los que aún quedamos, ante la foto de ese par de viejos nuestros que en algún lugar deben estarse queriendo como siempre,  de la amada nuestra que un día saltó en busca de esa alas que quiso tener toda la vida, del hermano, del tío, y de alguna manera, en medio de las bromas, y las canciones tristes de Pedro Infante, bromeando también de nosotros mismos, escondiendo en esos chistes y chascarrillos ocurrentes, el miedo de  que ya tenemos la certeza de que tampoco nosotros seremos para siempre…

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Florentino Ortega
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