Decía Pablo Neruda en su poema veinte: “es tan corto el amor y tan largo el olvido”. Al mismo tiempo que lo parafraseo y le concedo toda la razón, a la vez lo contradigo. Me refiero a que el poco tiempo que llevamos de encierro (involuntario y bajo protesta), ya se nos ha hecho eterno, y eso que apenas llevamos cuatro meses; que los amores eternos pueden durar un par de minutos, y también me refiero a que todo lo que nuestros profesores quisieron enseñarnos acerca de la teoría de la relatividad, de Einstein, y hasta del cuadro de “La Persistencia de la Memoria” de Dalí, ahorita nos hubiera tranquilizado, porque hoy comprenderíamos con bases científicas, que el tiempo es una ecuación matemática bastante más predecible y acertada que los pronóstico del clima, las curvas de la pandemia y el amor. Hoy que nos queda lejos el regreso a clases, algo que las generaciones post-milenium ignorarán por completo, recordé mis días de párvulo, cuando no teníamos kínder y nos daban educación preescolar en la banqueta de una escuela primaria, donde aprendimos a cantar, bailar rondas, escuchar cuentos, colorear, convivir con otros niños y apenas balbucear algunas sílabas de lectura. Ya en la primaria fue más formal la asistencia a clases donde unos maestros se afanaban en captar nuestra atención para enseñarnos algo, pero en lugar de eso, de ponerles atención a los maestros, ahí estábamos nosotros, a veces presentes y ausentes al mismo tiempo en clases, tirando avioncitos de papel, jugando a los gallitos con los estambres (androceos) de la flor del tabachín, o pensando en el “Ficus Palmeri” de alguna vecina: en todo menos poniéndole atención a los maestros, a esos verdaderos maestros, muy alejados de la imagen del Profe Longaniza que ya nos vendía (o vende aún) Televisa.
Se nos ha hecho demasiado tiempo el que ha transcurrido de que le dijimos adiós a nuestras asistencias a la escuela, a nuestro roce y contacto con los compañeros alumnos, amigos todos, a estar hechos bola, desordenados, inquietos, traviesos, desobedientes, o también calladitos, atentos, aplicados, haciendo un sinfín de gestos, con actitudes y perfiles sicológicos muy variados, todos confinados en ese espacio de cuarenta y dos metros cuadrados, que eran nuestros queridos salones de clases, en esas primarias que con su esencia me acompañaron un tiempo, pero para cuando llegó la pandemia creo que ya se habían ido junto con esos profesores que a todas luces trataban de tatuarnos el amor por la patria , el amor por nuestros símbolos y por nuestro mundo y cosmos. Y al pensar que ya no habrá más clases presenciales, siento un vacío profundo en el corazón, porque creo que nunca podré olvidar la mala puntería de Luis López González y su borrador-estatequieto con que intentaba corregirnos en clase; el punto y guión de los pasos del Inspector Luis Rodríguez Chávez, la tranquilidad y sapiencia del director Leonardo Reyes Silva, los castigos de Rodolfo Valle Núñez, la pizca de tomates para aumentar puntos con el profesor Tebo Beltrán, los poemas con José Salgado Pedrín, la sinalefa de Gilberto Ibarra, la caída de Constantinopla del Vicky Beltrán, Publio Cornelio Escipión el africano y las guerras púnicas de Huber Ojeda, las ecuaciones del profesor Ángel Camarón Ortiz, y en fin… ahí estabas en clases de primaria en un barrio pobre, desayunando a costillas del IPI (Instituto de Protección a la Infancia) y aguantando las groserías de una bola de vagos escandalosos muy mayores que nosotros, quienes aprovechándose de que la escuela no tenía cerco, llegaban a interrumpir a media clase gritando obscenidades; o la mamá (La Tichi) de algún compañero (El Piri) que desde le ventana le gritaba “nomás que salgas te guá chingar cabrón jijuelachingada porque dejaste la plancha prendida”, y así por el estilo…
No cabe duda: que cabrón es el tiempo. Y creo que ya no habrá asistencias a ese tipo de escuelas y también creo que me pondrán falta: en apenas cuatro eternos meses casi se me olvida que el primer libro que marcó mi vida fue el libro de texto de primer año; mi primer amor. Al principio sólo desfilaban letras ante mis ojos, pero después empezaron a desfilar historias ante mí, mismas que aún no terminan de contarme cosas. Fue ese libro el que me abrió los ojos, y fue también ese primer libro el que me empezó a robar el corazón con la portada de La Patria, mi novia imaginaria que era Victoria Dorenlas, tlaxcalteca viuda a sus diecinueve años, quien era mesera en uno de los bebederos de la bohemia de la época donde conoció al pintor Jorge González Camarena y en 1962 posó para él y quedó impreso ese cuadro en todos los libros de texto, donde la vi por primera vez y me enamoré de ella. El amor a primera vista no siempre llega a buen fin. Pasé los siguientes cinco años viéndola casi a diario. Ella me hablaba sin mover sus labios, me enseñaba muchas cosas y también me preguntaba acerca ellas en unos cuestionarios al final de cada lección. Y así pasamos horas, meses, años juntos, hasta que de un de repente la perdí de vista. La olvidé. Pasó el tiempo a la velocidad de sesenta segundos por minuto, y cuando acordé ya era yo un adulto, y al modo, como siempre, sin brújula ni astrolabio. Qué cabrón es el tiempo. Recuerdo que en los días de la revolución trotskista choyera, en los brumosos días del leonelato, una señora amiga mía de apellido Salgado fue nombrada directora de la galería Carlos Olachea. Por esos días, por cuestiones de mi trabajo en el TEC, yo andaba muy metido en eso de la promoción cultural y esa señora me invitó a tomar un curso de museografía, cuestión que acepté. Tomé dicho curso, y como práctica nos tocó a ella y a un reducidísimo grupo montar una exposición itinerante de la SEP, con los cuadros originales de las portadas de los libros de texto. Allí fue donde me reencontré con mi bella Victoria, il mio primo amore. Ella tenía muchos dueños: su primer esposo de quien quedó viuda, luego el pintor Jorge González Camarena, después el mentado Gobierno de la República… y a lo último yo, que aún la amaba. La pinchi Vicki, muy seria en su papel de patria, en un descuido me sonrió y guiñó un ojo, y yo sentí que mi corazón iba a estallar. ¡Me recuerda todavía!, pensé. Al rato, en un descuido de la Reina Salgado y de mis compañeros de museografía, con mis manos enguantadas tomé el cuadro de ella, el original de Victoria Dorenlas, me quité el cubre bocas obligatorio en el montaje, y le robé un beso apasionado y frío detrás de la columna central del recinto. Ahí me enseñó, como última lección, que un beso no es cuestión de uno: es cosa de dos.
[ssba-buttons]- Homilía dominical: - 21/11/2022
- De paradojas y yo no voté por tí - 14/11/2022
- De semáforos y pizarrón. - 16/11/2021