El café acompaña en la sobremesa, en la tertulia, en la dolorosa despedida de un familiar o de un amigo, en el trabajo o en el estudio, arrancando el día, en la lectura, en la soledad y acompañados, en las reuniones, en los viajes por cielo, mar y tierra, y es señal de hospitalidad porque es lo primero que se ofrece al visitante y ¡ay! de aquel que lo desprecie – siete años de mala suerte- y también se leen sus asientos…
¡Ah! y también se toma porque sí…
Va negro, negro endulzado, con leche, y los granos varían, solos o mezclados, con y sin cafeína, agregando las leches deslactosadas, ligeras o enteras, con sabores de semillas y de almendras, frías y calientes.
El café, dicen los que dicen saber de todo, que fue descubierto porque unas cabras mascaban el fruto del cafeto y luego se ponían exultantes, contentas, pues.
Una bebida simple que terminó complicada para cobrártelo más caro; en cualquier taniche -diría Paco Yee- te cuesta, mínimo 15 pesos, pero si entras a un lugar de caché, te tardas media hora en contestar el cuestionario oral que te aplica el cajero, desde el negro, con o sin azúcar, refinada, mascabada, splenda, stevia o de terrones; leche en polvo, líquida, fría, caliente, entera, deslactosada, descremada, ligera, con un toque de vainilla, canela, avellana, bellota o de jazmín; tamaño chico, mediano o grande; con cafeína o descafeinado, variedad robusta, arábica, typica o Bourbon, y le paras los tacos, cuando te quiere recetar las 96 variedades restantes, gritándole histérico:
¡Yo sólo venía por un pinche café!
Sales sulfuroso, ahorrándote 60 pesos, y ya sin ganitas de saborear esa humeante bebida estimulante.
Pero más allá de los avatares de la modernidad globalizada, el café sigue siendo nuestra silente compañía…
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