Evocaciones de Sudcalifornia

I. Es de madrugada

El Corral - Tomo I

Del libro El Corral Viejo, de Emilio Arce, la versión completa del cuento
“Asterio”
(Retrato de un día como cualquier otro)

“No escarbes mucho; los verdaderos tesoros no se ocultan: están contenidos, a cielo abierto, en el baúl de nuestro corazón”
“No podemos luchar contra nuestros demonios y salir ilesos”
Milo.


I.- ES DE MADRUGADA

El día inició cristalino y sonoro. El sol que apenas despuntaba en el horizonte fue desplazando al lucero matutino, ese puntito brilloso que esta mañana centelleaba con su amarillez habitual sobre un cielo pincelado entre rosa y azulado, que en su profundidad esfumada formaba un morado pastel, sin algún atisbo de esas nubes que en las auroras se colorean de dorado o amarillo cadmio, y ni siquiera había una promesa de que fuera a llover ese día en el monte de aquella desértica serranía, aunque la mañana no era calurosa; a esa hora, una suave brisa fresca mecía las ramas de los árboles y le acariciaba la crin a los equinos. El canto de los gallos, el alboroto de los alegres pintillos, el cloqueo de las gallinas cautivas, la triste canción de las palomas pitahayeras y unas cuantas chacuacas de esas copetudas que se atraviesan por donde quiera, caponando a una hilera de chacuaquitas chiquitas, tal como lo hacen esas doñas choquilosas mal peinadas que corren porque ya se les hizo tarde para ir a dejar a los chamacos a la escuela, así iban estas chacuacas, parando el tráfico de las horas pico monteses ante la mirada asombrada de güicos y cachorones mitoteros quienes, arrastrando la cola, cortésmente les cedían el paso. Todos ellos, junto con la demás fauna silvestre incluidas las ranas, los sapos y las culebras, le regalaban al día las primeras notas de su matinal sinfonía.

Estas visiones micro cósmicas ambientaban la tempranés del paraje y los alrededores del rancho San Francisco de Tepentú, amén, desde luego, de la parvada de guajas, gansos, patos y pavo reales que gorjeaban y gaznaban a sus anchas en el patio, bajo los mezquites, arando el suelo con sus pezuñas en busca de los nutritivos insectos. El cencerro desacompasado de un jumento manadero, y el lerdo retumbo de dos o tres bestias sueltas y alguna que otra maniatada en el monte cercano, irrumpían en el concierto de trinos con el tañido y sus coces al avanzar entre las piedras, haciendo rodar a algunas de ellas produciendo secos efectos de sonido. Todo en perfecto orden salvo por el ruido, no amortiguado, del gruñir de tripas que se escuchó a sí mismo en la única habitación con piso de cemento pulido y techo de asbesto (toda la demás construcción tenía el techo de palma y el piso de piedra laja), pero era ahí, en la mejor habitación del rancho, donde en esos momentos bostezaba en ayunas mi tío Don Asterio Castro Escopinichi, septuagenario delgado, alto y correoso, con la cabellera hirsuta y canosa, como coronada de nieve, muy parecida a la de Einstein (Albert) cuando estaba en la Western.

Vistiendo su clásica pijama compuesta de camiseta blanca manga corta cuello en ve, y calzoncillos tipo bóxer de manga larga a cuadritos rojos y verdes, como falda escocesa, se encontró sentado, todavía amodorrado, con las cobijas cubriéndole, de los pies a las rodillas, el par de fuertes canillas delgadas, pálidas y lampiñas que estaban abiertas y semi recogidas en el lecho.

Estirando los brazos, limpiándose la sensación de lagañas con los nudillos de ambos índices, se debatía, sin convencerse todavía, entre seguir acostado o abandonar por un rato la mullida cama matrimonial de cabecera de latón con sábanas y almohadas decoradas con ramos de rosas y palomas blancas, bordadas -con el meñique levantado y la pierna cruzada- por el artesano local Lupillo Toba, en delicado punto de cruz. Tal era el nido donde Asterio compartía pasiones, sueños y ronquidos con Genoveva, su esposa, que ya tenía rato trajinando pachorrudamente entre el corredor de techo de palma y la cocina, prendiendo la lumbre y hollinando la marmita para poner a hervir el café de la mañana.

El día anterior, ambos habían estado desyerbando y regando los surcos que tenían sembrados de ajos y cebollas, y de pilón, algún surquito rinconero de chiles verdes, todo en un par de hectáreas bien cercadas con malla borreguera, tupidita de hachones de corazón de pitahaya y varas de lomboy, manteniendo la siembra a salvo, según ellos, de los chivos, liebres, chureas y de otras especies de herbívoros lamidos que merodeaban alrededor de la vivienda, y era éste desyerbe el por qué mi tía Genoveva sentía el espinazo medio entelerido, los cuadriles desvencijados con un piquetito en los ijares todavía, y unos clamores piripitifláuticos debajo de las paletas, que distaban mucho de doblarla, por cierto. Al contrario, el cuidado invertido en esos ajos y cebollitas representaba, para ellos, unos buenos pesos en el mercado popular del Crucero, y ese aliciente la ponía girita en automático.
-¡Veva, mijita, tengo hambre!- fueron los buenos días que como gallo pisador le cantó mi tío Asterio a Doña Veva, mujer morena, alta, frondosa (gorda, pero dura, según se auto describió alguna vez), y medio retobada, pero muy diligente y trabajadora, de grandes y bellos ojos negros enmarcados de oscuras pestañas espesas y lacias, negros cabellos lacios ligeramente despeinados e imperceptiblemente plateados en sus raíces, mirada limpia y huidiza, que además se desvivía por atender a su sacrosanto y celestial marido.

–Pues ¿Qué quieres que te haga, Asterio?- le respondió amorosa, de lejos, mi tía, y mi tío, como pensándolo un poco, le pidió que le preparara unas tortas de huevo, especie de omelet ranchero, muy sabroso y cotizado en la serranía sud peninsular, que se prepara batiendo primero la clara de uno o más huevos hasta que se “alce”, se le agrega cebolla picada en diminutos cuadros, unas rajas de chile verde, y después la yema del o de los huevos; una pizca de harina para darle cuerpo, sal al gusto, se bate un poco más para incorporar los elementos, y con una cuchara de cocina, de las grandes, sopera, se vierte en el sartén formando pequeñas islas, friéndose con manteca o con aceite vegetal. Este platillo por lo regular va acompañado de frijoles refritos, un chile serrano, tortillas de harina, de preferencia hechas a mano, y una taza de café negro de talega con azúcar. Ah, y de postre un chimango o en su defecto, un pedazo de panocha con queso para rallar.

Esto último, la panocha, cuando hace algo de frío.

¡Dios guarde!

-Bueno, pues güir a los surcos a cortar unas cebollitas y a los ponederos a rejuntar los blanquillos pa’ tus tortas, Asterio, y si le pongo algunas rodajitas del rabo de las cebollas, no creas que quedan muy malas- dijo Doña Veva, y se fue adentrando entre el lodazal barroso del sembradío, mientras Asterio, con todo el dolor de su alma se apeó de la cama, dio su penúltimo bostezo y empezó a vestirse los pantalones verdes de casimir con el cinto piteado, la camisa vaquera blanca de botones de presión forrados de concha nácar y sus huaraches de tres puntas de suela de llanta con plantilla y correas de baquetilla. Estilo sí tenía.

Ataviado, ya por salir del cuarto, le echó una tierna mirada a su guitarra a manera de saludo, casi persignándose ante ella.
No se aguantó las ganas.

Inconscientemente, de forma delicada, fue bajando el refajo de manta que cubría las curvas de la lira como si estuviera desvistiendo a una princesa y tocó las seis cuerdas una a una, acariciándolas de la sexta a la prima, comprobando que las cuerdas estaban ahí todavía, completamente distensionadas y desafinadas para evitar que se curvara el diapasón, tal como las dejó al acostarse.

Al escucharlas, así desafinadas como estaban y aunque sonaban como música cantonesa que ponen en los restaurantes de comida china, aparte de sentir mariposas en el corazón, experimentó una especie de armonía que le recorrió la espina dorsal como un breve y agradable escalofrío.
En su mente calculó exactamente el giro que necesitaba cada llave de la maquinaria de la guitarra para aclarar los tonos de mi, si, sol, re, la y mi agudo sin que estos quedaran bemoles o sostenidos. Que quedaran en universal. Puro cálculo mental de rutina.

-Acordes– (de acuerdo) pensó en voz alta.

Sonrió, besó las cuerdas sobre la boca de la guitarra, se santiguó y siguió su camino al corredor a encontrarse con el nuevo día… y con su suegra.

Su suegra, Doña Ascensión Romero, quien vivía con ellos desde hacía ya varios años, para ser exactos desde la luna de miel -que pasaron en el idílico Palo Bola-, inmediatamente después del casorio de Asterio con Genoveva, a veces madrugaba.

Doña Ascensión iba llegando esa mañana con paso cansino ajustándose un paliacate oscuro en la cabeza, a modo de pañoleta, que contrastaba fuertemente con las gruesas arracadas de plata y su cabello blanco. Traía la noticia de que por vigésima ocasión había divisado una lumbre por el medio de la parcela.

–Ya te dije, Asterio, que por ahí hay un entierro o aterrizan “Ognis” y tú no me quieres crér-, le dijo Doña Ascensión, haciendo un ademán con la palma de la diestra hacia el frente, a modo de vas a ver y echándole un ojo al sembradío. -Es cuestión –continuó- nomás de que se animen a escarbar y con eso tienen. Vide nomás la lumbrera y casi me quedo recuerda toda la noche con el ojo pelón, nomás pensando en el entierro que ha de estar ahí. Es cosa de que ustedes se animen a hacerse ricos. Si yo no estuviera tan riumática ya me estaría gastando en el pueblo ese tesoro. Casi lo vide anoche que me llamó muncho la atención el resplandorsón que columbré desde la ventana, como si juera de mediodilla. ¡Qué quisilidá que tu nunca luhayas visto! Aquello parecía una hoguera, así como cuando se prenden los leños para hacer carbón, pero, ya pa’ qué te digo. ¡Nunca me oyes…!- dijo desilusionada Doña Ascensión mientras se desinflaba compungida y se culi apoltronaba tamborileando los dedos en una mesa cercana. Resignada, arqueando una de sus tupidas cejas de cola de gallo, empezó a mecerse lenta pero acompasadamente, escuchando el crepitar de la lumbre en espera de que Don Asterio le respondiera o que de perdida le sirviera la primera taza de café del día. Lo que sucediera primero.

Don Asterio se quedó pensativo unos instantes, mesándose la piocha, viendo lejos hacia el piso, como si se hubiera echado un clavado hacia sí mismo; cogitabundo, así, sin hacer ningún comentario. De un de repente como que se despabiló y de dos zancadas se acercó con decisión a la hornilla donde todavía no se oía el gorgoreo que suele hacer el café al hervir. Levantó la tapa de la olla, olfateó dentro de ella entrecerrando los ojos, volvió a colocar la tapa en su sitio, y salió a la parte posterior de la cocina a arrimar un poco más hacia el centro de la hoguera de la hornilla, los leños con que se estaba cocinando el vital brebaje. En esa zona de la sierra sudcaliforniana, en la mayor parte de las cocinas, las hornillas son de piedra o de ladrillo, formando una especie de horno que en la parte superior, lo que en una estufa normal serían los quemadores, se coloca una plancha hecha de placa de fierro de algunos tres octavos de pulgada de espesor, que sella la entrada del humo hacia la cocina, pero que desfoga fuera de ella por una chimenea hecha principalmente de tubo o de varias latas desfondadas. El humo también puede salir por la entrada del horno que está colocada en la parte posterior de la hornilla, fuera de la cocina, protegida por una tapa hecha de lámina desenroscada de tibor de doscientos litros, que cuelga de la construcción, muy parecido a las ventanillas de los puestos refresqueros citadinos, evitando con esto el molesto hollín tan perjudicial para los pulmones de las cocineras y de uno que otro mandilón, que también por allá se dan, no crean que no.

Pues allí en la cocina esperó mi tío Asterio a que hirviera el café y a que llegara Doña Veva a prepararle el tan deseado desayuno. Ésta llegó poco después a paso lento y firme, con un mohín desdibujándole el rostro, y en sus ojos se adivinaba que algo no andaba bien.

En efecto, un gesto de enfado y una acusadora mirada hiperbólica emanada de las profundas pupilas de Doña Genoveva sorprendió a Don Asterio, sacándolo de onda y prendiéndole los focos rojos de la cajita donde guardaba la duda y la suspicacia para ocasiones muy especiales.
Le echaron una de esas miradas que parece que cierta gente que está frente a ti aparentemente está mirando para abajo, con la cabeza semi inclinada hacia adelante con la piocha pegada al pecho, pero sabes perfectamente que te está viendo a ti, directamente a los ojos, taladrándote, acusándote con esa criminal mirada de algo que no sabes qué es o te haces que no lo sabes, por no decir más feo. De esas miradas que te echa tu Doña cuando en una fiesta, ya para irte, estás con un pie en el estribo o sea, con las llaves del carro en la mano, y pides, según tú, la última cerveza y te sientas tranquilamente a tomártela, pensando en pedir la que sigue, ¡obviamente!, mientras tu Doña ya de pie, intenta violenta y disimuladamente tirarte esa cerveza que mantienes bien aferrada entre la mano protegiéndola amorosamente de todo atentado a excepción del de tu propio ADN (o sea de tu baba), casi blindando la chela, o te pellizca el otro brazo, con el que sostienes abnegadamente la pañalera, nomás con el fin, no de que te apures, eh, que conste, sino de que ya dejes de estar “tragando”, como dicen ellas, porque ellas, lo sé, sí alcanzan a ver, entre el cristal de la botella, las alas de un ave del mal agüero. Uno, no: no es para tanto. Pero ellas sí, por eso son brujas. ¡Méndigas brujeres!, pero te pellizcan con una crueldad digna del sadismo de Leonel contra los chorimercadistas, haciéndote otro remolino en el cuero con sus uñas, enrollándote esa epidermis que cubre precisamente la zona más dolorosa del cuerpo humano (entre el codo y la muñeca). Lo hacen con el dedo pulgar y el dedo medio, que son también, casualmente, los mismos que te truena repetidamente, durante toditititita tu vida matrimonial, como si bailara eternamente twist. Algo así me imagino que debe pasar, yo no sé nada de eso, nomás supongo (¡vieras cómo!), pero pregúntenle al Juan Patrullas, o al Guajo mi primo…quien hasta este momento lidera, a ese selecto y nutrido grupo de maestros en esos mandilonáseos oficios: ¡Yo Zafo!, de veras. -“No uso yo”-, como dijo la decana Imelda en uno de esos ranchitos (night club), cuando hablaban de lencería (o sea: de calzones).

El caso es que mi tío Asterio, bohemio de afición y pícaro de oficio y convicción, ante la incógnita que le planteaba tan acusadora mirada de mi tía Veva, elucubró una y mil hipótesis a velocidad cuántica. Hizo sus cálculos basado en algún pinchi código algorítmico binario, de esos que usan los analizadores espectográficos hiperespaciales de corto alcance que salen en las bolsas de machaca de “La Chavinda”; Que si ya se enteraría de lo de la vieja fulana o lo del zalate mengano, -se preguntaba- o que ¿me aparecería por ahí alguna cría nueva? porque sí era lurio de bichola el viejito, no crean que no. O que si esto o lo otro… El caso es que, al fin y al cabo viejo lobo, de una vez le ganó el tirón:

-¿Qué?- preguntó secamente mi tío alzando la voz, muy viril, levantando la cabeza, sacando el pecho y haciendo los brazos ligeramente hacia atrás, con los puños cerrados, todavía con la canija incógnita en el aire: ¿me sabrá algo…?

-¿Qué de qué?- Respondió airada Doña Veva, arrugando el entrecejo.

-¿Cómo que qué de qué?- volvió a preguntar mi tío Asterio ahora sí envalentonado, subiéndole tantito al volumen, como aumentándole diez decibeles a la voz, cada vez más decidido a salir de dudas, frunciendo el ceño y dando un paso hacia adelante, sosteniendo como Dios le dio a entender la mirada penetrante de Doña Veva, mirándola directamente a los ojos como pensando: ¡Vieja el que parpadee primero!; Haz de cuenta como cuando los cuentos de Kalimán hipnotizaban al Manuel el Surrapas y al Gilo el Pilucho, cuando éstos se trasladaban leyéndolos viendo los monos fijamente, completamente apendejados, tropezándose desde Los Olivos hasta la escuela cuarenta y ocho.

-¿Cómo que de qué de que que qué?- respondió encabronada mi tía Veva al tiempo que resoplaba expandiendo las aletillas de su nariz, chicoteándose furiosamente la palma de la mano izquierda con el mazo de cebollas que traía apergolladas por el rabo con la derecha, a manera de chacos, haciendo que el corazón de Don Asterio, ya medio desbocado, casi le zafara una costilla.

-¡El méndigo de tu perro que se comió todos los blanquillos del gallinero, Asterio! ¿O qué otra cosa crees que va a ser, pueees?- terminó exclamando encabronada, con jiribilla, Doña Genoveva.

-¡Uuuff!, pinchi vieja, ¡qué susto me sacó!- pensó aliviado mi tío Asterio mientras que exhalaba sus preocupaciones limpiándose el frío sudor que ya perlaba su frente, y sentenciaba metiendo boruca:

-Me cambiaste la plática, pero lo bueno es que no le ha dado por comerse a las gallinas al pobre animalito…-

-¡Qué pobre animalito ni qué ocho cuartos!- le atajó mi tía. -Ahorita bien que ya estaría batiéndote los blanquillos para hacerte las tortas pero al modo tuyo tienes consentido al perro y lo dejas quihaga lo que se le dé la gana pero ahora no dejó ni un blanquillo para el desayuno Asterio así es que vamos a tener que comer puro frijol con tortillas y si quieres te guiso un poco de rabos de cebolla que fue lo único que dejó ese mañoso del perro; si siguen así las cosas creo que ya no vamos a comer blanquillos porque prefieres que se los coma el perro a que nos los comamos nosotros los humanos…- fue diciendo como tarabilla Doña Genoveva, con un sonsonetito como de moscorrón con tenis, en voz quedita e ininterrumpida de un solo jalón de aire, como cuando cantaba de a de veras José José, sonsonete que poco a poco le fue llenando la cachimba al viejo Asterio, que nomás pensaba -¡Como chiiiíngas! Vas a ver, verás… – pues ahora ni modo –continuó con su cantaleta Doña Genoveva-, voy a tener que ir con la Pita, como está tan cerquita, a que me venda unos cuantos blanquillos a ver si no se los das al consentido de tu perro, Asterio, que al cabo le alcahuetellas y festejas todas las cosas quihace como hace poquito cuando se pelió con el cochi prieto de La Poza Larga, y le comió las orejas y tú te morías de la risa Asterio y yo por más que lo regaño ni caso mihace- continuó monologando mi tía Veva -Hasta el canijo de tu perro estuviera ahorita comiendo tortas de blanquillos con nosotros también, pero tu perro ya comió blanquillos y nosotros no, Asterio, porque como dice el dicho que perro que come blanquillos aunque le quemen el hocico y a tu perro ya ni aunque lo rociemos con tractolina y le prendamos un fósforo y lo rosticemos entero, Asterio, se le va a quitar la maña porque comiendo blanquillos una vez ya no lo para ni el bendito porque es una puchi maña que agarran los perros como el tuyo de comer blanquillos, por eso se hacen lamidos y mañosos, y de ahí pa’l real la maña de comer blanquillos no la sueltan ni aunque le…-


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