Evocaciones de Sudcalifornia

La Ciudad de los Molinos

La ciudad de los Molinos 01

Cuando el viento soplaba fuerte, desde la parte alta, los baleros rechinaban y ya creíamos que las aspas saldrían volando como mortíferos rehiletes, decapitando árboles, postes o a algún despistado de los alrededores.

Cuando la pila rebosaba, se oía el grito de la tía abuela segunda o de mi padre: ¡Órale cabrones, frenen el molino!

Era todo un reto; nuestro peso corporal apenas se igualaba a la resistencia que ofrecía la palanca de madera, adosada a una de las patas del aeromotor, hecha con solera galvanizada de grueso calibre.

El timón giraba paralelo a las aspas del gigantesco abanico, con un aullido metálico escalofriante. Así quedaba a la vista, la leyenda del fabricante: Chicago Inc.

Tuvieron que pasar algunos años para develar el misterio de esas tres letras que le sucedían al nombre de la ciudad de los vientos en Estados Unidos; era la abreviatura de «Incorporated».

Cuando amenazaba ciclón, llamábamos a Sandoval para que desarmara el abanico y bajara una a una las aspas, también de metal galvanizado. Quienes no tomaban estas providencias, alguna vez vieron rodar por las calles estas espeluznantes y aterradoras aspas en pleno chubasco o huracán.

Sandoval también reparaba el balancín, bajando en una especie de columpio, pendiente de una cuerda que corría sobre el riel de una polea.

En La Paz, no había red de agua potable y el agua se surtía de los pozos; abundantes en la pequeña ciudad, como abundantes eran los molinos de viento. Tan sólo en las calles Rosales, Altamirano, y Ramírez, había cuatro; con la tía Chabela, la abuela Rafaela, las Sritas. Angulo, y con nosotros.

Decir nosotros, era mucho; durante más de dos décadas, vivimos en una casa prestada, gracias a un tío segundo que vivía en Santa Rosalía. Lalo Jerez, El Colorado.

Una casa como la del niño Benito Juárez; paredes de adobe, techo de palma y piso de tierra, eso sí, bien barrido y bien regado.
El molino y el pozo, surtían agua para todo, incluida la huerta de los parientes. En esa época, muchos predios tenían su propia huerta, espacio del chiroteo y de nuestra feliz infancia.

Durante el verano, una parvada de chamacos, lavábamos la pila, y una vez llena, se convertía en la alberca de los pobres.

A cinco cuadras, estaba el predio denominado «Cuatro molinos» por razón obvia, y era un enorme potrero con abrevaderos para las reses venidas de los ranchos. Ahí se levanta hoy, el imponente Teatro de la Ciudad.

Fueron años de jicarazo limpio para bañarnos con agua del pozo, hiciera frío o calor, lloviera o relampagueara. No había de otra.

Todavía a mis hermanos mayores, les tocó acarrear el agua con palancas y dos botes colgando en los extremos. Una chinga.
Se cocinaba con carbón, y una pileta de cemento, era surtida con un cuarto de barra de hielo, a manera de refrigerador.

Tiempos lejanos de una ciudad que presumió -como Holanda- las bondades de los molinos de viento.

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Omar Castro Cota
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