Evocaciones de Sudcalifornia

La serie del Caribe y el maistro piña (O «Sea La Luz…»)

Desde donde hubiera estado, el Maistro Piña deja todo y se viene nomás para cumplir su máximo deseo llevado en su corazón y en sus hartas ganas desde no sé cuánto tiempo.

Pero estaba aquí, a una cuantas horas: en Cananea; por eso el Maistro Piña, ese hombre de pelo blanco y amplia barba, ajado por el trajín en la mina más que por su propia edad que no era tanta, no la pensó en lo absoluto; mandó lejos, muy lejos el nada despreciable salario que tenía y, así, con lo que nomás cargaba puesto, agarró carretera hacía Hermosillo, unos meses antes de que diera inicio lo que su pasión consideraba, después de las grandes ligas, el espectáculo de mayor relevancia dentro del deporte de sus amores : la serie del Caribe.

Tan cómodo que hubiera sido quedarse en su casa y ver, con ese alboroto desquiciado, cuantas repeticiones quisiera, tal como ve cada temporada de la liga del pacífico en esas televisiones grandotas que, en una fecha de generoso reparto de utilidades, instaló en la sala para disfrutar todos los juegos simultáneamente.

Pese al confort, su apasionamiento no estaría completo si un día no estaba sentado en la mejor de las localidades, a unos metros de la loma de bateo, viendo esta gran fiesta beisbolera.

Dios, sin embargo, a quien a veces no le alcanza el tiempo para todo, le había postergado al Maistro Piña el cumplimiento de su máxima aspiración, esperada por tantos años casi como un niño espera un juguete que nunca llega. Pero el gran jefe se quería reivindicar y ahora, en un solo paquete, le estaba dando las llaves para que abriera el paraíso.

El Maistro Piña supo de la construcción del nuevo estadio y, con esa autoestima que únicamente le podía dar su larga experiencia como electricista calificado, ahora no sólo quería ser uno más de los anónimos aficionados, sino que también quería pasar a la historia poniendo su granito de arena en esa obra con lo más atesorado que tenía: su propio oficio.
Se dejó de modales y visitas a parientes y amigos. Cuando llegó a Hermosillo(a muy temprana hora por cierto) no quiso saber nada más y enfiló hacia donde estaba el inmueble ya casi terminado. El Maistro Piña estaba en tierra firme, en el preámbulo del cielo, en el nirvana donde siempre había querido estar.

Como las manos en una Güija, como un detector de metales que rastrea las primeras monedas de un tesoro, así, el Maistro Piña recorrió con su vista ese coloso y , sin titubeo alguno, se apersonó con el montón de hombres de casco anaranjado que se guarecían en esa caceta de cartón. Les dio su nombre, dijo de donde venía, aportó otro dato de esos que uno da para no verse muy impropio y enseguida fue al grano: quería trabajo. Aquí no tuvo empacho en mostrar sus cartas credenciales: como si llenara una solicitud, abundó sobre lo que muy bien sabía hacer, no escatimó su jerarquía como oficial y les puso atractivo precio a su fuerza de trabajo.

De inmediato le dijeron que no.

Hizo mutis, no regateó, y, con una reverencia sutil, dio las gracias. Se apartó unos metros y fue a pararse en una sombra. Como si lo hubieran atornillado, como si fuera un castillo más de esa construcción, ahí se quedó todo el santo día. Ya casi para oscurecer, se despidió con un ademán y se fue de ahí con el sol cuando moría la tarde.

En estos casos, el tiempo es una liebre correteada por un galgo: la serie del Caribe en un suspiro iba a comenzar.

El Maistro Piña deambuló por la ciudad. En su mente solo se evaluaban costos y beneficios de su viaje: ¿Qué es la felicidad? ¿De qué está hecha la vida? ¿Qué nos llena y que nos deja vacios como si se muriera el alma?

Anduvo de aquí para allá como si con la negativa para darle empleo, le hubieran dado la noticia de un tumor maligno. Esa plaza llena de borrachos y de putas no le atrajo, tampoco la vendimia que hay por esas calles. Menos le atrajo el lote de carros nuevos que vio muy ordenaditos en la sede de esa famosa empresa automotriz por mas luces que tuvieran por todos lados.
Ese abanico del placer lo tenía en Cananea a manos llenas.

No había por qué arrendarse, al contrario, era ahora o nunca: mordiéndose lo más sensible de su intimidad, agarró un taxi y en media hora ya estaba de nuevo con aquellos hombres de casco anaranjado.

Había prioridades: con tal de estar en el edén, reconsideró sus pretensiones y echó a la hoguera de los sacrificios el status que hasta ese momento le había generado su oficio.

Estaba dispuesto a ganar lo que fuera y a dar el Sí a la encomienda de trabajo que le ofrecieran sus futuros jefes.

El Maistro Piña fue acomodado como auxiliar de no sé quien, una categoría que si acaso la conoció fue por estar cerca de esa docenas de chamacos que estaban bajo sus marciales órdenes allá en la memorable Cananea durante los años que fue el patriarca de la alta tensión y tantas cosas.

Lo que realizaba ahora le parecía tan simple como contestar un examen de secundaria con acordeón en mano.
Era una comodidad con valor agregado pues eso le permitía observar cada rincón, cada espacio, y cada andamiaje de ese inmueble que en unos cuantos días más, sería el albergue de multitudes ávidas por presenciar de nuevo, después de mucho tiempo, el mayor espectáculo caribeño del juego del palo y la pelota.

La-Serie-Del-Caribe02Y ese momento llegó. El Maistro Piña ya empezaba a tomarle cariño a las tareas simples pero no tanto como para que le cosquillaran las manos de la desesperación cuando veía que a más de un trabajador se le iba la vida en cualquier ajuste eléctrico que él lo hubiera hecho en un tris hasta con los ojos cerrados.

Cuando ya no aguantaba, los hacía a un lado y dejaba constancia del por qué se había puesto los moños el primer día que fue a pedir trabajo. Esas candilejas no hubieran quedado al cien, listas para ser encendidas, si él no mete las manos.

Ni esto valió para el reconocimiento público. Que importa, no era el momento para regatear la dicha; desde el principio él sabía el precio de este viaje, con tal de estar ahí, ese día y a esa ahora, en ese momento y en ese lugar porque no quería que se lo contara nadie.

El Maistro Piña quiso jugar con estas cartas y su suerte estaba echada. Habría de conformarse únicamente con ser uno más de los que anduviera por ahí quitando escombros o viendo que podía ofrecerse el mero día, cuando poco antes de la inauguración, se hiciera la gran primera prueba delante de los coroneles de saliva , esos que llegan perfumados para llevarse las ovaciones a costa de la infantería de lealtad probada.

Una voz dio la orden y una mano rauda hizo lo propio. Ahí debería estar la luz, la iluminación monstruosa para que pegara con dulce rabia en todo el estadio y cuanti más en el centro del diamante.

Pero no: un embrujo de no sé donde había hecho su parte y aquello siguió en la oscuridad. La mano dócil hizo otro intento y ni chispita echó. Las tinieblas cubrieron el abismo, y un soplo aleteó sobre el estadio. Más de cuatro vieron su futuro laboral así de oscuro.

Arreció la angustia y el traicionero sudor cubrió sus frentes.

Ninguno de los de casco color naranja auxilió al malaventurado. Todos prefirieron replegarse por un instante, no fuera ser el diablo y ahí mismo se desencadenara una profusión de contratiempos.

_Yo lo arreglo, dijo una voz y todos, erizados, voltearon hacia el cielo.

Pero no era ninguna epifanía: era el Maistro Piña y se estaba ofreciendo para salvarles el pellejo a todos esos que ya tragaban gordo.

La volvieron a decir que no, ahora de peor manera.

El Maistro Piña ya no pidió permiso, saltó la valla de ingenieros y entonces, colocándose donde estaba toda ese gran monstro de carga y energía, ya nadie le pudo decir que no.

Pero el Maistro Piña tampoco pudo…

…al primer intento el cual duró un segundo.

De inmediato peló sus ojos y asintió con la cabeza para sí como quien sabe que ha encontrado la respuesta. Tiró de la palanca y todo ese mundo fue un resplandor: ahí, en esa oscuridad total, la luz se hizo.

De este modo hubo una tarde y una mañana y una noche y una serie del Caribe.

Y hubo lámparas en el firmamento del cielo para iluminar la tierra…y las gradas y el campo.

Porque ahí estaba el Maistro Piña. O Dios.

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Miguel Ángel Avilés Castro
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