¡Llegamos tarde al casorio! Justo cuando los novios: el Nato y la Lupita, estaban saliendo de la iglesia de San José; todo por culpa del chofer del camión que así nomás, valiéndole madres, se paró a platicar con unos arrieros durante más de una hora.
El atrio estaba hermoso, adornado con cadenas de papel de China blanco; y ahí parada, estaba la Lupita con un vestido muy ampón. Al caminar arrastraba sobre el suelo de piedra una larga cola; su cabeza cubierta con el tradicional velo dejaba ver una serie de rizos tiesos de fijador, en vez de sus largas y bellas trenzas que le eran tan características.
La muchacha, tenía un embarazo muy avanzado el cual trataba inútilmente de disimular, colocando el ramo de novia justo frente a su ombligo.
Después de las felicitaciones y abrazos, caminamos como en procesión hasta la casa de los Hernández, lugar en que se serviría el Banquete de Bodas.
Todos nos saludaban con verdadero afecto, en especial a mi primo Miguel. Lo recordaban de su visita anterior cinco años atrás, cuando en plena adolescencia, lo escucharon gritar a voz en cuello desde los corrales:
—¡Vacas chichonas! ¡Malditas vacas chichonas! ¡Ojalá se mueran, cabronas!
Joaquín el caporal, riendo a carcajadas, se había acercado al jovencito diciéndole:
—Pero patroncito, mi niño Miguelito ¿Porqué les grita así a las vaquitas y les dice cosas tan feas? ¿No ve qué ellas son muy buenas? Nos dan su leche, su carne, su piel, su…
—¡No, no! ¡Nada qué ver! —lo interrumpió Miguel—. No les grito así a las vacas, les grito así a mis hermanas porque están chichonas y me chingan a cada rato.
Aquella anécdota era recordada con frecuencia por la familia Hernández a quien, aún después de narrarla muchísimas veces, le seguía haciendo una enorme gracia.
Desde una semana antes de la boda, las mujeres de la familia habían estado seleccionando los chiles adecuados: mulato, ancho, pasilla; así como cacahuates, almendras, semillas de ajonjolí, pasitas, chocolate y otros ingredientes que se usaban en pequeña cantidad: “una pizca” decían las abuelas refiriéndose a la canela, al anís, a la pimienta y a los clavos. Todo ello para la preparación del único y suculento Mole Poblano, que lleva cien ingredientes. Por supuesto los guajolotes, parte importantísima, habían sido engordados durante varios meses con las sobras de la comida; los últimos siete días se les había alimentado exclusivamente con cacahuates, almendras y nueces.
La casa tenía una agradable pérgola bajo la cual se habían colocado largas mesas cubiertas de manteles blancos con jarroncitos de barro llenos de margaritas. A un lado, bajo un frondoso árbol, estaba la banda de música.
En cuanto nos acomodamos, repartieron cazuelas con crujiente chicharrón y queso fresco “para abrir boca”. También vasitos con tequila y jarros con pulque para escoger según la preferencia de cada cual.
Cuando los novios llegaron, todos nos pusimos de pie para recibirlos con un aplauso; ellos dieron una vuelta completa ante los presentes, luego se sentaron en la mesa de honor.
Casi de inmediato, Nato se levantó a brindar con cada invitado, ingiriendo un tequila tras otro. De pronto, ante el asombro de todos, le soltó una tremenda cachetada a la novia, reclamándole a gritos:
—¿Óyeme, puta del carajo, porqué liandas coquetiando al joven Miguelito? ¿Qué te piensas? ¿Que soy güey o qué?
La verdad, no supimos de dónde había sacado la idea. Yo tenía largo rato observando a medio mundo y no me di cuenta de que algo así hubiera ocurrido. Lupita, hecha un mar de lágrimas, huyó hacia el interior de la casa.
Doña Apolonia, la mamá de la novia, se levantó furiosa exigiendo a su marido defender a su hija:
—Crescencio ¿Vistes al cabrón de tu yerno lo que le hizo a tuija? ¿Qué? ¿te vas a quedar calladote? Por ningún motivo voy a permitir que el Nato me trate así a mi Lupita.
—Mira mujer: el muchacho ya es su marido ante el padre Dios, por tanto, puede hacer con ella lo que le venga en gana. Cuando un hombre le pega a su vieja, su razón tendrá —contestó sin inmutarse.
Nato, quien al principio medio se alarmó al ver a su suegra enardecida, ante la pasividad de su suegro, agarró valor; se fue derechito a nuestra mesa y tirando de la silla a mi primo Miguelito, le gritó:
—A mí la pinche Lupe y tú no me van a poner los cuernos, así que te me largas de aquí, pendejo, si no quieres que traiga mi machete para partirte la madre.
Más rápido que pronto nos levantamos de la mesa saliendo de aquella casa. Yo, con más hambre que miedo, exclamé: “¡Pero si aún no sirven el mole!”. Pero nadie pareció oírme porque mi tía Gregoria, muy angustiada, había sacado de su bolso el rosario repitiendo a cada momento:
—Santísimo Cristo del Veneno, no permitas que el demonio se apropie del corazón de Nato.
Era cerca del atardecer, los autobuses para regresar a la ciudad no pasarían hasta el día siguiente. Estábamos sin saber qué hacer, parados en medio de un sembradío de magueyes. Fue entonces cuando la tía Gregoria sugirió:
—Vámonos a refugiar a la cárcel. Es el sitio más seguro pues los bandidos y asesinos están encerrados y los policías pueden resguardarnos en alguna celda desocupada para pasar la noche.
Aunque algo extraña, aquella era la única idea aceptable, así que a la cárcel nos dirigimos. Al llegar quedamos sorprendidos, había solo un policía, quien nos explicó:
—No hay nadien en la cárcel. Los tres presos, junto con los compañeros polecías se jueron invitados a la boda del Nato; en cuanto termine mi guardia me voy también a la pachanga.
Nos sentamos desalentados en una banca del parque. La tía Gregoria sacó de nuevo su rosario y nos puso a rezar con ella. Tanto Miguelito como yo estábamos cansados de tanto repetir lo que la tía decía. Durante nuestro milésimo bostezo, se nos acercó una señora muy delgada, bajita, con un trapo amarrado cubriéndole la cabeza; tenía cicatrices de quemaduras en las manos y un lado de la cara. Nos sonrió diciéndonos con mucha amabilidad:
—Jue una humillación muy grande la que les hizo el Nato, no tiene perdón de Dios, pero sabrán disculparlo pos no staba en su juicio. Me llamo Petra para servir a sus mercedes. ¡Quero qué pasen la noche en mi probe casa!, que es la de ustedes; no van a estar muy cómodos, pero es solo por una noche. Mañana pos, ya Dios dirá.
Agradecidos, la seguimos por una vereda hacia las afueras del pueblo. Mientras caminábamos, nos explicó que vivía aislada porque se dedicaba a la fabricación de cuetes y la pólvora era algo que merecía toda la precaución del mundo. Levantó una tranca y abrió la puerta de su casa guiándonos hasta un cuarto oscuro.
—Siento no poderles prestar una vela, pero pos esas cajas las tengo llenas de cuetes. Aitán tres catres con cobijas pa ’que puedan descansar —nos dijo levantando una lámpara cuya luz, nos permitió ver el cuarto; después, dio media vuelta perdiéndose enseguida en la oscuridad del patio. Nos acostamos sin cruzar palabra, pero yo me arrimé todo lo que pude a mi tía porque tanta negrura me daba miedo.
A la mañana siguiente muy temprano, despertamos sobresaltados por los golpes que alguien daba en la puerta. Abrimos. Era Cecilia, la madrina de bautizo de Nato, al cual traía a coscorrón limpio y jalones de pelo. El muchacho, descolorido, suplicaba a cada momento:
—Perdón, madrinita, ya por favorcito no me jale de las mechas. ¡Ya perdóneme asté!
Cecilia, sin dejarse ablandar, le repetía:
—Eres un verdadero tlaconete mal nacido, debiera echarte encima un puño de sal. ¿Mira que ofender así a nuestros invitados que vinieron desde la capital pa’tu casorio? Discúlpate inmediatamente con la señora Gregorita.
—Dispénseme su mercé, doña Gregorita—, suplicó Nato, poniéndose de rodillas en el suelo.
—¡No se hable más del asunto! —dijo mi tía Gregoria—. No faltaba más: ¡Acuérdate, Cecilia, que Dios nos perdonó a todos! Ya no le des más coscorrones a este muchacho. Por mi parte, todo está olvidado.
—Muchas gracias, doña Gregorita, tiene asté un gran corazón. Pero sí en verdad nos perdona, vuelvan a mi humilde casa pa’l recalentado.
—¡Al fin sí comeremos mole! —grité feliz mientras nos dirigíamos de regreso a la casa de los Hernández. Cuando entramos, la banda del pueblo nos brindó una diana y esta vez todos los aplausos fueron para nosotros.
[ssba-buttons]- Entre las amapolas - 26/01/2023
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Un abrazo ! Comadre!
Exquisito sabor mexicano, entre renglones mole y vocablo vernaculo nos transporta al México que se ha ido y que solo quedan resquisios en algunas zonas rurales.
Pos, nomás se me hizo agua la boca con eso del mole…
Excelente como siempre maestra.
Muy buena historia, Mamá Olga. Casi oí al coro de chipayates cantando el Ave María y el olor a mole espeso con arroz rebosado en aceite como lo sirven aquí en Puebla.
Bonito cuento con sabor y olor a mi familia, a mi pueblo y a mi tierra. Gracias Olga Freda por recordarnos tantas cosas de mi infancia. Va un abrazo con mucho cariño