Siempre que pasábamos por Ciudad Insurgentes «La Toba» -con mucha frecuencia- al final de boulevar, observábamos una tienda de segunda que, sobre el suelo y en fila, lucía un conjunto de camiones de volteo de la emblemática marca Tonka.
Esta razón, invariablemente nos hacía recapitular sobre nuestra infancia que, como la de la mayoría de los paceños de los años 50 y 60, se desenvolvió en la estrechez económica, y por lo tanto, nuestros juegos y juguetes, obedecían a los objetos que se tenían al alcance de las posibilidades de nuestros padres, como las pistolas de lámina y de rollitos de petardo, una y otra y otra navidad.
En la cotidianidad, eran las llantas de automóvil, las que rodábamos incansablemente con un amigo enrollado adentro.
Los del Choyal, tenían sus avalanchas de caparazón de caguama y se lanzaban en ellos vertiginosamente cerro abajo.
Cuando llegaron los Tonkas a La Paz, nos dejaron los ojos como platos y el maxilar desprendido de la cabeza, babeando por esos juguetes inalcanzables.
Accedían a ellos, los niños Ruffo, Cornejo, Arámburo, Tuchmann, Sotelo, Schcolnik, y de ahí para adelante.
En mi caso, vivía a la vuelta de la esquina de la casa de don David Schcolnik, de la Bravo, y yo en Rosales y Altamirano.
En plena canícula y a pata pelada con la tierra hirviendo, siendo apenas un niño, salía con la carretilla para comprar un cuarto de barra de hielo frente a Telmex; ahí atendían el Sr. Paz y el Tiburón, enfundados en botas de hule y armados con sus pinzas gigantescas y un picahielo en la diestra.
Ese cuarto de barra de hielo, era depositado en una pileta de cemento que construyó mi padre y que fungía como nuestro refrigerador, y era cubierta con un trozo de lámina de carro, más filosa que un bisturí.
Pues bien, cada día que pasaba por la casa de don David, desde el cerco le hacía los honores a los Tonkas desparramados en el patio, fantaseando con la posibilidad de tener uno de mi propiedad.
Ahí estaban a la intemperie y los niños no se veían por ningún lado -seguramente los protegían del Sol, por güeros- y a mí me parecía un pinche desperdicio, cuando se podía jugar con ellos, de día y de noche, los siete días de la semana y hasta dormidos.
Crecimos estudiando y empezamos a trabajar; en la docencia, la política y en las lides sindicales, y ahora, seguimos trabajando, superando la barrera de los 60 años.
Volviendo a La Toba, cada que que pasábamos y veíamos los Tonka, decíamos Víctor y yo: «Tenemos que resolver de una buena vez este pinche trauma tonkeño; compremos esos pinches dompes»
Sin embargo, andando siempre a las carreras para llegar puntuales a los pueblos y reuniones, el trauma seguía ahí y los dompes también.
Pero un día, compañeros de la oficina que sabían de nuestras ilusiones infantiles frustradas, andaban en Ciudad Insurgentes, y sugirieron que ellos podían cumplir con la alta misión de adquirir esas piezas de museo. Creo que todavía existen en el mercado.
Y así fue que, a los 65 años pudimos tener en nuestras manos los preciados Tonkas que ahora lucen en espacios privilegiados.
Cuando Víctor cumplió 65 años, entré a su oficina con una bolsa negra y un objeto pesado en su interior, y le dije: «Éste es tu regalo de cumpleaños; en un principio no la quiso abrir, pensando que era una broma. Ya se le hacía que de ahí salía una Anaconda o un Pitón de la India. Cuando por fin lo hizo, soltó una sonora carcajada revuelta con una dosis de emoción, al ver que por fin, después de varias décadas tenía para sí, un mentado Tonka, objeto de nuestros deseos infantiles.
En La Paz de antaño, un tirador o resortera, un puño de canicas, un trompo sedita, una paca de estampitas, un rin de bicicleta con el palo y un alambre en «u», un balero y las infaltables llantas, fueron suficientes para una infancia feliz.
PD. El trauma nunca existió; las ganitas sí…
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