Un chanate se posa sobre el cable de la acometida eléctrica y se queda quieto, como oteando los rumores del monte, sereno e imponente en su pequeña figura silenciosa; profundo como la negrura de sus plumas que apenas se balancean con el viento fresco de la playa. Aunque todavía es temporada de ciclones, la canícula huyó de la mano del último chubasco y los animales silvestres ventean en el aire las primeras señales de un invierno que todavía no llega pero ya adelanta las tardes y alarga las sombras prematuras de los cardones y los paloadanes.
Tres calandrias se mecen en las puntas más altas en el uña de gato después de haber bebido el agua de los goteros y luego vuelan en estampida rumbo al monte, perdiéndose como pequeños granos de oro brillantes que reverberan sobre un cielo grisáceo y percudido, espantadas por el aleteo silbante de las palomas aterrizando sobre la hierba que empieza a desteñirse sobre el terreno de la loma.
No sé si tú las ves, ensimismada, cómo se alejan brincoteando encima de las copas de los ciruelos; o si te has quedado entumecida para no espantar al correcaminos que te vigila con un ojo desde el montículo de piedras de la esquina mientras que con el otro marca la distancia entre su pico y los gusanos quemadores que se arrastran espantados para protegerse de la muerte entre la maraña de las bugambilias; o quizás aprovechas que aquí en el terreno se vale y se acostumbra que la mirada se deslice suavecito por la cuesta pedregosa de la loma mientras el pensamiento se va despeñando por la ladera de los recuerdos cristalinos, siguiendo la vaguada que las vivencias van dejando en el alma con el paso del tiempo.
Te sé, te presiento, te imagino, que estás viajando por ese tobogán resbaladizo hasta cruzar esa línea confusa de lo que tú recuerdas y lo que te contaron desde niña. Lo descubres, entre la bruma de la imaginación porque todavía no has nacido; te dibujas a ese hombre enorme ordenando enganchar la recua de mulas cargadas con canastas de orejones de mango, con jabas tejidas con varas de palo de arco, repletas de panocha de gajo, con jarrones llenos de dulce de papaya casi recién cocido y sacos con naranja agria y limones reales, en ese mediodía que se filtra a chispazos por entre las gigantescas ramas de aquellos mangos centenarios. Se levanta en el aire el polvo de las patas de las bestias al retobar por las correas de las riendas y se confunde con la romería de las voces de los arrieros y las risas de las mujeres que despiden a sus hombres, quienes con una mano golpean con una vara las ancas de las mulas para que sigan a aquél que va adelante, elegantemente encorvado sobre un tordillo saleroso que casi baila por la arena brillante del arrollo y con la otra, agitan el sombrero de palma para decir adiós a sus seres queridos.
Como en cámara lenta centras tu atención en el hombre grande. Sus ojos se entrecierran para filtrar la luz del sol que empieza su descenso entre los cerros y no alcanzas a ver en el fondo del pozo de esos ojos, la chispa soterrada de un dolor profundo y silencioso.
-Ora que vayas pa´ la Paz- le había dicho suave, como un susurro, su amigo más cercano, una tarde de malilla y conquián salpicada con tragos de brandy y cigarrillos, debajo del salate más grande de la huerta – a la mitad del trecho dejas que la peonada se siga pa´ delante; diles que te enfermaste, que luego los alcanzas, y te regreses pa´que llegues a tu casa entradita la noche, ora que hay luna llena.
Miras como sigue aventando las cartas con la misma parsimonia de siempre, y sólo le responde con aquella mirada más fría que el espejo del manantial cercano que se quiebra por el chorro del agua que brota desde el cerro y luego se desborda y corre embebiéndose en la arena blancuzca arroyo abajo.
Lo imaginas después de cuatro horas de camino, cabalgar solitario, desandando las ancadas de la bestia, recogiendo las huellas de ese dolor del alma que fue dejando tras su paso, escuchando a lo lejos los aullidos más tristes que nunca de los lobos hambrientos en el monte, alumbrando el camino con el tizón encendido de sus ojos y lo miras apearse del caballo, asegurar despacio la brida en la tranca que delimita la huerta plateada por la luna, lo observas quitarse las espuelas y fajarse en el cinto, por la espalda, la treinta y ocho aquélla que fuera regalo de su padre.
Lo sigues por la sequia huerta abajo, percibes el olor a guayaba pudriéndose en el suelo, y el leve siseo del viento atravesando los guamúchiles, escuchas el llanto de un bebé que amortigua el ruido de sus botas acercándose sigilosas a la puerta, pegadas al muro de piedra de la casa, y al igual que él, sientes como la luz de la luna entra como un viento helado de ultratumba al penetrar al interior de la morada.
Te das cuenta, con el llanto anudado en tu garganta como él persigue aquella sombra que abre de golpe la puerta del traspatio y se desliza como un fantasma sobre el baldío del terreno perfectamente iluminado, ves como es un blanco perfecto para la puntería infalible de ese hombre cuyos ojos de muerte se alinean sobre la mirilla del arma amartillada; un segundo entre la vida y la muerte, entre el perdón y la venganza, ente el hombre semidesnudo que brinca la tranca de madera y voltea hacia atrás con el rictus del miedo sobre su rostro pálido y entre el hombre que descubre, a la distancia, emblanquecidos por la luz mortecina de la luna, unos ojos que le suplican desde lejos, no me mates hermano, y que luego se diluyen y se pierden amparados por la negrura de la sombra de los naranjos y los aguacates.
Avanzas con él por el sendero de los años. Te fuiste dando cuenta cómo aquélla dulcísima mujer se dedicó a cuidar a sus sobrinos en desgracia por el abandono y el olvido, con esa misma ternura que se le fue anidando en los ojos al mirar al hombre aquél, huraño, herido, mutilado, al grado de inmolarse a sí misma en el fuego sempiterno del amor para compensar la afrenta consanguínea.
Te ves llegar al mundo después de todos tus hermanos, y mitigan tu llanto primerizo aquellos brazos grandes que te reciben tiernos, a pesar de su madura fortaleza, y te observan con esos ojos fijos, limpios de toda huella de rencor, de resquemor alguno, inundados por la paz que ha de ser sentirse bendecido por la vida con el amor de nueva cuenta, y sientes como si fuese ayer, como tu mano rolliza acaricia la barba blanca del hombre aquél que sólo te sonríe tiernamente.
Vuelves a verte, después de muchos años que aquélla dulcísima mujer hubiera fallecido buscando entre las sombras de la muerte la imagen del primero y único amor en su camino, con el dolor de dejarlo sólo de nuevo en este mundo, llorando el no haber vivido más para adorarlo lo que ella consideraba suficiente, con su nombre en los labios resecos por la fiebre, repitiéndolo una vez y otra vez hasta que apenas se escuchara como un murmullo moribundo, y te redescubres con tus hijas asiéndote de los olanes de la falda con sus manos pequeñas y asustadas, observando de lejos a ese mismo hombre grande que en su lecho mortuorio, te vuelve a acariciar a la distancia, con su sonrisa desdentada, con su mano huesuda que apenas alcanza, temblorosa, a insinuar un adiós y un para siempre, y luego lo escuchas exhalar el único gemido que quizá haya lanzado en su existencia. Ves un silencio pesado como piedra, y una lágrima triste, desteñida, soledosa, que resbala por la comisura de sus ojos y se derrama silenciosa. ¿Por qué lloras? Preguntas, y en esa pregunta te das cuenta que no sabes si el llanto de tu padre es por la dicha de volver a escuchar aquélla voz, como un susurro, de su amada llamándole, llamándole, o por el recuerdo ya casi centenario de aquél instante fugaz en que apartara su dedo del gatillo por culpa de esa brillantez que bañaba la huerta adormilada en esa noche de luna llena inolvidable.
¿Para qué te pregunto si ves la luna llena, esta luna que a pesar de la tarde todavía iluminando la bahía, ya hace rato se encaramó sobre los cerros? ¿Para qué te pregunto el porqué de esa lágrima pequeña que te reverbera entre los párpados, si ya sé que es muy común que sin sentirlo, se nos humedezcan los ojos de repente por el acoso pertinaz de los bobitos, o el esfuerzo de adivinar la ciudad a la distancia, o el polen que desgranan las plantas y la hierba, o el polvo de la tarde que brisea sobre los techos de las casas, o la luna crecida como plato que desde lejos nos destella en la pupila, o el mar, o el cielo, o cualquier milagro de la vida, acá en el terreno de la loma.
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