Que cosa más aburrida era acudir a la clase de educación física en la secundaria Manuel F. Montoya –y creo que en todas las secundarias del Estado- generalmente la ponían como la última de la jornada y en el verano, cualquier actividad con el sol a plomo era, además de aburrida, cansada y fatigosa. En realidad, no aprendíamos nada, el profe se hacía loco, a veces nos daba una pelota para patear o jugar voli sin ninguna dirección deportiva. Eso sí, en cuanto se acercaba una fecha patria, especialmente el 20 de noviembre, se nos pedía a cada quien un palo de escoba-que después forraríamos con papel de china de colores patrios- para hacer movimientos dizque gimnásticos, el meramente día. No pasaba de ahí nuestra educación física. Nadie decía ni hacía nada. No había reformas educativas que discutir. Así era el orden de la educación de los setentas.
Con decir que había un profe que nos llevaba marchando hasta el estadio de beisbol, en ese tiempo ubicado en los terrenos de la actual escuela Benito Juárez, que abarcaba de la calle 9 a la calle ancha, al llegar al estadio decía “con esta pelota de futbol váyanse a jugar los hombres, con esta pelota de voleibol, váyanse a jugar las mujeres, y los de San Ignacio, conmigo a sentarse a las gradas”.
Obedientes el Martín Ficher, el Luis Zúñiga y yo, nos salvábamos del solazo de la una de la tarde en cachanía.
Cuando pasamos a tercer año llegó un nuevo profesor de educación física que se quedó pasmado con la educación que recibíamos, no lo podía creer. Empezamos a recibir clases teóricas, de cuanto mide la cancha de básquet o fut o beis, las líneas que la componen, las reglas, la función del árbitro, el manejo de la mesa, el reloj, etc. Luego íbamos a la cancha y nos enseñaba la defensa, el pivoteo, los tiros, la organización del ataque, de la defensa y así lo hacía con otros deportes que el mismo practicaba. Era incansable, luego-luego se echó a la bolsa a los alumnos que lo queríamos como profe mientras los viejos maestros mascullaban en su contra.
Muchos que éramos negados para el deporte empezamos a avanzar, no éramos tan malos como creíamos, nos hacía creer en nosotros mismos, sacaba lo mejor de nuestras potencialidades. Era duro, te hacía repetir cientos de veces un movimiento, una jugada y hasta te enseñaba marrullerías para sacar ventaja al adversario. Descubrimos una educación física que en otras condiciones solo era un relleno para cumplir la currícula escolar.
Ramón Burgoin era de San José del Cabo, había estudiado la licenciatura en la Universidad de Chihuahua, llegó a Santa Rosalía por ahí del año de 68 o 69, desde luego, tuvo problemas porque los viejos profesores no querían soltar sus clasecitas, pero poco a poco se fue imponiendo la calidad de Ramón, al tiempo empezó a entrenar a un equipo de mayores que en el Estado llegó a ser insuperable. De los jugadores que recuerdo: Julio Covarrubias, Luis Zúñiga Meza, El Pinzas, Carlos Nuño, Arsenio Murillo, Soto –Sotón- , Lazcano y otros, sin duda, el mejor equipo de basquetbol que ha tenido Santa Rosalía y quizás el Estado.
Era apasionado, ganar para Ramón era todo, competía en serio. Podía agarrarse a golpes por un punto, un resultado, una jugada y no fue raro verlo despotricar contra árbitros y directivos, incluso, de perder las formas y olvidarse, por defender a los suyos, de que era profesor y ejemplo a seguir. A Ramón le debo la inclusión en el equipo juvenil de Basquetbol como suplente para vivir la experiencia de unas olimpiadas territoriales en La Paz, el viaje en fragata, el alojamiento colectivo, las comidas en un cuartel y callejonear en la capital del Estado.
Alguna vez, siendo yo maestro en la ESCUFI coincidimos en un congreso del noroeste. Después de las conferencias en los salones del Hotel Araiza, pasamos al bar, a tomar unos tragos y conversar con varios amigos y compañeros de Ramón. En un momento, la conversación versó sobre los beneficios de la Educación Física en el desarrollo y crecimiento de los estudiantes. En una de ésas Ramón me pone de ejemplo a mí. Después de argumentar que la educación física no era –solo- para desarrollar deportistas de alto nivel, sino que ayudaba al desarrollo integral del individuo, incluso intelectual y yo ruborizado, Ramón seguía halagando de mi persona en cuanto a profesional –extraordinario- de la medicina que creció sin taras ni enfermedades corporales. En una de ésas que me pone a caminar alrededor de la mesa para demostrar que si bien yo no fui un gran deportista, pero si un facultativo confiable con un desarrollo físico óptimo, sin degeneraciones, ni deterioros para la edad. Todo chiveado a la vista de los profesores de Chihuahua, finalmente terminé mi pasarela improvisada para ilustrar la teoría de Ramón Burgoin.
Así era, claridoso, indiscreto, apasionado de la enseñanza del deporte, excelente profesor.
Fue una sorpresa su muerte. Éste es mi recuerdo
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